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Trajes prestados (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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Trajes prestados (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Cuando se tiene la costumbre de consultar diariamente la prensa, un ejercicio que a menudo te deja como ha expresado Eduardo Mendoza esta semana al recibir el Premio Príncipe de Asturias (“no soy optimista ni pesimista, porque no sirvo para prever el futuro, pero no me gusta el mundo tal como lo veo”), se agradece una columna como la que publicó Ana Iris Simón el sábado en El País. Ayuda a recuperar el aliento, aunque sea por unas horas. Y es que no nos procuramos a nosotros mismos la respiración, como tampoco está en nuestra mano abrir los ojos por la mañana ni evitar que se cierren para siempre antes de que acabe el día. Esta certeza hace aún más valioso el oxígeno.

La periodista reflexiona sobre el crecimiento de los niños, que va acompañado de separar el “mira, mamá, sé dibujar un vampiro” de “me ha enseñado a hacerlo papá”, pues los más pequeños, cuando se jactan de sus logros, siempre mencionan a quien les han ayudado a conseguirlos. Es decir, implica “sentir orgullo sin humildad, mirarse el ombligo sin reparar en que si está ahí es porque antes hubo otro, y antes otro, y antes otro”. Imagina que a sus hijos, de tres y cuatro años, esto les ocurrirá tarde o temprano, pues “crecer es dejar de sentirse un collage de aquello que te rodea”, pero también porque “se harán adultos en una sociedad que les dirá que son lienzos en blanco” y “ha negado la posibilidad de que exista un Pintor”. 

Tras una primera reacción de inevitable melancolía, pues mis hijos ya son mayores (aunque el pequeño aún me sorprende a veces con dibujos que atesoro junto a los de sus hermanos), he recibido este texto como una invitación para advertirles de que se pongan un chubasquero impermeable a la filosofía permutada en autoayuda que contamina las redes sociales y la cultura contemporánea, pero también el sistema educativo (en todas sus etapas), que sostiene que los hombres y las mujeres nos hacemos a nosotros mismos, que basta con desear algo con suficiente fuerza para que se cumpla, que somos los únicos artífices de nuestra aventura particular y otras chorradas por el estilo. Ha sido un toque de atención para animarlos -en un entorno que nos empuja a ser egocéntricos a la vez que a medirnos unos con otros- a hacer memoria agradecida de quién les ha enseñado o influido para saber hacer lo que hacen y ser quienes son. También para alentarlos a que no renuncien a los maestros, porque nadie puede ir por la vida solo, digan lo que digan algunos influencers o gurús del emprendedurismo.

Ahora bien, esta prevención, que es para todo el mundo sin excepción -pues la soberbia es una bacteria latente en nuestro organismo y, en cualquier momento, puede desarrollar una actividad nefasta- suele obviarse en el ámbito laboral, donde tantas veces andamos enredados en evaluaciones de desempeño, acreditaciones, promociones, etcétera, y olvidamos que, incluso los méritos académicos o profesionales susceptibles de reseñarse, son retazos de telas que vienen de otros y de Otro. ¿Qué tenemos que no nos haya sido dado?

De hecho, tantas empresas e instituciones progresarían si los trabajadores buscaran desarrollarse, pero no con una connotación trepa o narcisista, sino en el sentido de aceptar que otro quizás pueda enseñarte algo, que todavía hay cosas por aprender, esto es, por recibir. Estoy convencida de que irían mejor si volviéramos a hacernos como niños, lo cual no es enrocarse en una ingenuidad mal entendida, en un infantilismo naif, sino en reconocer, con gratitud, que el traje que vestimos es prestado… y en desear que alguien pueda heredarlo o, al menos, aprovechar los retales.

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