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El donante 7069 (Carola Minguet, Las Provincias)

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El donante 7069 (Carola Minguet, Las Provincias)

En la muy civilizada Europa, un banco de esperma danés ha producido casi doscientos hijos utilizando a un solo donante: el señor 7069, alias Kjeld. Desde el humor negro podría felicitarse tanto al semental por su fecundidad como a los directivos de la clínica por su fe inquebrantable en que la ciencia puede domar la naturaleza sin consecuencias antinaturales. Pero la realidad dista de ser cómica y resulta, más bien, inquietante: todas esas personas están unidas por un mismo código genético que una empresa —o fábrica, o laboratorio; cuesta encontrar el nombre adecuado— decidió no examinar mientras hacía caja.

También es cierto que esta historia tiene algo de comedia metafísica, de esas que dejan al descubierto la desnudez moral de una época. La modernidad —tan ensoberbecida y ensimismada, tan enamorada de su propia eficacia— ha convertido la paternidad en una cadena de producción que despacha hijos como quien imprime formularios en una oficina. Si un hombre fabrica mesas, nadie protesta porque haga doscientas; si “fabrica” seres humanos, el razonamiento parece no variar demasiado. Al fin y al cabo, murmuran algunos expertos, un bebé no es más que un conjunto de células armoniosamente dispuestas, una suerte de mueble con emociones.

Y es que la ciencia, cuando se descoyunta de la ley moral natural, se convierte en una magia barata, un truco de prestidigitación que deslumbra al principio y deja después un reguero de sombras. Pero lo peor de esa magia no es su fracaso, sino su éxito desmedido: la capacidad de producir centenares de vidas antes de que alguien se pregunte si no estamos tratando a los hijos como fotocopias. La ciencia no es peligrosa cuando avanza, sino cuando se cree moralmente neutra.

Ahora bien, lo verdaderamente estremecedor no es sólo lo ocurrido —que durante quince años nadie pulsara el botón de detener y el sistema siguiera funcionando sin cuestionamientos—, sino el hecho de que la alarma no la activaran la ética ni el sentido común. Ha sido una mutación genética, la temida TP53, la que finalmente encendió las luces de emergencia. No escandalizó que un solo varón hubiera engendrado doscientas descendencias, sino que algunas de ellas pudieran sufrir cáncer. Sólo entonces los guardianes del progreso descubrieron que aquello no era una victoria de la ciencia, sino un experimento social más cercano a la literatura de terror que al avance biomédico.

El episodio ilustra el triunfo del hombre fungible: ese ser humano reducido a materia prima de una industria que reconoce derechos al bolsillo, pero no al alma. No estamos ante un simple desliz técnico. Esta reproducción en masa es hija de un capitalismo que todo lo vuelve ofertable y demandable, desde el vientre hasta el linaje. La verdadera tragedia no es genética, sino espiritual: la docilidad con que aceptamos convertirnos en piezas de un engranaje que nos deshumaniza. Es esta la mutación más peligrosa, la que transforma la libertad en un catálogo de servicios y la dignidad en un producto premium sujeto a disponibilidad.

Porque el problema no se limita a la mutación hereditaria. Existe otra más corrosiva y letal, la soberbia de creer que somos dueños de la vida y que esta puede regularse con la misma asepsia burocrática con la que se gestionan mercancías en una hoja de cálculo. Así, el hombre deja de ser padre para convertirse en proveedor de material genético; el niño deja de ser misterio para convertirse en dato; y la familia, que alguna vez fue milagro, se diluye en el cajón de sastre de las opciones culturales.

En este panorama tampoco ayuda una legislación que proclama la dignidad humana con una mano mientras con la otra ampara modelos reproductivos que tratan a los individuos como recursos renovables. Si no se introduce prudencia jurídica, más allá de este caso y de los que aparecerán con otros “superdonantes” —nuevos donjuanes sin rostro, irresponsables pero legitimados por la ley—, acabaremos con hombres y mujeres cuya relación con su propio origen será un expediente clínico, privándoles de un vínculo que el derecho debería proteger con especial celo. Cuando la paternidad se disocia del sacrificio y la filiación se reduce a un trámite, el hombre no engendra hijos, sino huérfanos legales. Ninguna cobertura jurídica podrá reparar ese desgarro originario.

Por eso quizá llegue un día en que miremos estos bancos de esperma con la misma perplejidad con la que hoy evocamos ciertas brujerías medievales. Nos preguntaremos cómo pudimos confundir multiplicar la vida con comprenderla. Porque el progreso auténtico no consiste en vencer los límites, sino en saber por qué existen.

En definitiva, lo ocurrido no es un accidente del sistema, sino su revelación. Y, sin embargo, convendría no exagerar el triunfo de quienes se creen ingenieros del origen, pues olvidan un detalle elemental: los procedimientos producen cosas, pero los hijos no son cosas. Se puede fabricar una mesa en serie, pero no el asombro.

Resulta incluso cómico —en el sentido más serio del término— que una civilización capaz de calcular con precisión, o no, cuántas vidas puede producir un laboratorio, sea incapaz de prever lo verdaderamente previsible: que cada una de esas vidas se comportará como persona. Pese a todos los intentos de reducirla a resultado, insistirán obstinadamente en ser un acontecimiento, tendrán preguntas y reclamarán algo tan anticuado como un nombre y un origen. Y ahí es donde el sistema se descubre inútil para ofrecer sentido. Entonces la familia —esa institución tan poco sofisticada, pero escandalosamente resistente— seguirá recordándonos que el hombre no empieza en un laboratorio, sino en un hogar, ese prodigio cotidiano donde los hijos no se diseñan, sino que se conciben en la carne y el amor entre el padre y la madre; donde nadie es producido, pero todos son recibidos.

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