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Doce segundos contra el cinismo (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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Doce segundos contra el cinismo (Carola Minguet, Religión Confidencial)

La Nochevieja es una de esas ceremonias modernas en las que fingimos que el tiempo nos obedece y que la vida empieza de nuevo porque una cifra cambia en el calendario. Sabemos que nada esencial se resetea porque acabe diciembre, como tampoco se cierran las heridas y los problemas al compás de las campanadas. Sin embargo —bienvenida la contradicción— quizá sea necesario abrazar esa pequeña mentira compartida.

Hemos pasado los últimos doce meses discutiendo como si el conflicto fuese una forma de respiración nacional o de pertenencia, ya fuera en el Congreso, en las tertulias, en las sobremesas familiares, incluso en los grupos de WhatsApp, que son amables hasta que dejan de serlo. La política se ha convertido en un sistema de creencias sin liturgia común y la indignación en una práctica diaria, casi mecánica, que rara vez conduce a algo distinto de sí misma.

Si ampliamos el plano, el paisaje resulta todavía más áspero. Avanzamos en la construcción de máquinas cada vez más sofisticadas, pero nos cuesta forjar personas sensatas: algoritmos capaces de redactar discursos impecables conviven con conversaciones que no llegan al final, con réplicas preparadas antes de escuchar y con una creciente incapacidad para discrepar sin deshumanizar. La inteligencia artificial evoluciona; el juicio y el sentido común, retroceden.

Mientras tanto, continúan las guerras con su reguero de cadáveres concretos, con rostro. Vidas que han perdido incluso el derecho a escandalizarnos. Esa anestesia moral no se detiene en los conflictos lejanos, pues también se filtra en las casas donde el miedo se vuelve cotidiano. Sabemos acelerar, pero ignoramos hacia dónde; acumular datos, pero no sabiduría; multiplicar medios, pero no cuidar del alma. El progreso ha corrido tan deprisa que ha dejado atrás a la prudencia, como un tren que presume de velocidad mientras pierde a los pasajeros.

Y, pese a todo, mañana nos reuniremos para recibir el nuevo año como si los titulares no anunciaran cada día el fin del mundo. La risa se abrirá paso, desenvainaremos las copas para retar en duelo a la gravedad que nos rodea. Desde un punto de vista lógico, es un sinsentido, pero también puede acogerse como una elegante forma de rebelión contra el cinismo: brindamos porque nos negamos a ceder la última palabra al desastre. No se trata de ingenuidad, sino de una esperanza frágil, como todo lo que realmente merece la pena. No es inconsciencia, sino resistencia doméstica.

Nos aferraremos, por tanto, a un ritual, aunque finjamos despreciarlo. En una época que se proclama escéptica, vacunada contra los símbolos, todavía necesitamos sentarnos en torno a una mesa bien dispuesta, contar doce segundos con la boca llena de uvas y desearnos un próspero año nuevo aun cuando no tengamos razones sólidas para el optimismo. No porque creamos en la suerte, sino porque intuimos que la vida sin ceremonias compartidas se vuelve demasiado racional o demasiado irracional, según se mire. El ritual es una forma sencilla de recordar que no vivimos sólo para funcionar. Frente al caos y la incertidumbre, nos ofrece un marco mínimo de sentido compartido, algo que no se deja reducir del todo al cálculo ni a la utilidad.

Es cierto que esta noche se rodea de exageraciones previsibles, como especiales de televisión saturados de brillo y ruido, bromas forzadas, lentejuelas, macrofiestas donde nadie conoce a nadie. Todo ese exceso no forma parte del gesto, sino de su parodia. Y, aun así, se cuela la paradoja, pues cuanto más estridente es la pantomima organizada, más se evidencia que lo importante sucede en otro lugar. No en el plató, en la discoteca o en la cuenta atrás ensayada, sino en las mesas desordenadas, en las canciones desafinadas entre amigos, en los silencios que aprovechamos para recordar a quienes faltan y echaremos de menos siempre. El rito sobrevive a sus adulteraciones porque no depende de ellas.

La Nochevieja nos recuerda que el tiempo no nos pertenece, pero la actitud sí. Que no controlamos la historia, pero sí nuestra forma de estar en ella. Que un año difícil no se salda ni se corrige: se incorpora.

Así que, cuando suenen las campanadas, no festejaremos el año que termina ni el que se abre paso, sino la peligrosa costumbre de esperar cuando burlarse sería más fácil. Hay algo heroico en esa absurda confianza colectiva que lleva a millones de personas a sincronizar un deseo, como si la suma de voluntades —y no la genialidad aislada— pudiera torcer, aunque sea un poco, el rumbo de las cosas. Un gesto irracional, sí; pero valiente y profundamente humano. En un mundo que ha perdido la fe en casi todo, la esperanza obstinada no deja de ser un prodigio.

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