La Navidad no cabe en un relato (Carola Minguet, Religión Confidencial)
Noticia publicada el
martes, 23 de diciembre de 2025
Vivimos en una época miope y ensordecida, no por falta de imágenes o palabras, sino por su profusión vacía. Las miradas se esquivan, las opiniones se gritan intentando imponerse como si la intensidad pudiera suplir la falta de verdad o de criterio. La gente parece empeñada en disputarse la propiedad del sentido, hoy rebautizado pomposamente como relato.
En este clima, lo que va a ocurrir en las próximas horas resulta, cuanto menos, desconcertante. Los signos que lo anuncian —olvídense de los renos y los Papás Noel con que se emperejilan los centros comerciales; esas estampas remiten a otra cosa, aunque ya nadie sabría decir a qué— son gestos mínimos que suelen pasar inadvertidos: un belén dispuesto con cuidado en la penumbra de una parroquia, una vela encendida en un hogar anónimo, un villancico que suena fuera de Spotify, alojado en la memoria de quienes lo han cantado toda la vida, sin que nadie se lo pida.
Piensen en esa familia que, cada Nochebuena, coloca la estrella en lo alto del árbol mientras los niños miran con asombro, quizá porque evitan compartir ese momento en las redes. Para una sociedad que sólo concede valor a lo útil, lo rentable y lo controlable, todo esto puede parecer irrelevante o pueril. Justamente por eso resulta profundamente subversivo.
Porque, ¿qué puede significar hoy un niño nacido en un establo? Es una inversión radical de la lógica dominante: Dios entra en la historia haciéndose frágil, no como conquistador, no como ideología, no como explicación. El cristianismo no ofrece un principio abstracto, propone un hecho que trastorna. Un bebé que necesita pañales desafía más que cualquier discurso sobre poder o grandeza. No anuncia una interpretación del mundo, sino su interrupción.
Que Dios nazca en la pobreza de un pesebre no contradice su omnipotencia; la revela. La verdad no necesita imponerse para ser verdadera. No compite en el terreno del poder ni se legitima mediante el ruido: simplemente, se ofrece. Y en esa oferta silenciosa se juega la libertad del ser humano.
Por eso la Navidad incomoda tanto como consuela: incomoda a la sensibilidad moderna, acostumbrada a domesticarlo todo y a representarlo como simple narrativa de ideas o emociones; consuela porque recuerda lo que podríamos haber sido si no hubiéramos confundido madurez con cinismo y lucidez con distancia. La Navidad afirma lo irreductible.
Ahora bien, la Encarnación no es una estrategia pedagógica ni un símbolo útil para tiempos cambiantes. No celebra una metáfora existencial, sino un acontecimiento histórico: lo infinito se ha hecho carne y lo eterno ha entrado en el tiempo. Allí donde la modernidad se refugia en la abstracción y en la comodidad del relativismo, la tradición cristiana insiste: la verdad se muestra en lo real, no como relato, sino como presencia ante la que toda construcción se quiebra.
Quizá por eso, año tras año, se intenta diluir la Navidad en sentimentalismo y consumo. Un Dios hecho niño no se discute, no se instrumentaliza, no se grita: simplemente está. Sigue recordándonos que la verdad, en lugar de imponerse, se manifiesta en la transformación íntima de quien la acoge. A veces, por eso mismo, se deja encontrar en lo sencillo: en esa estrella colocada con torpeza que queda torcida, en la risa que provoca a los niños, en lo ordinario que, de pronto, se vuelve extraordinario.