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Referente de honestidad (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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Referente de honestidad (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Para quienes apenas conocemos la biografía y el pensamiento de John Henry Newman, el anuncio del papa de su proclamación como doctor de la Iglesia (por cierto, León XIII lo elevó al cardenalato… feliz providencia) invita a iniciar una amistad con él. Y creo que esta oportunidad no es sólo para los católicos, sino para quienes tratan de relacionarse honestamente con la realidad.

Una razón es que nos hemos acostumbrado a que nuestras búsquedas sean livianas (aunque el ChatGPT nos hará añorarlas); los resultados de éstas, difusos (a veces una idea poco precisa es más dañina que no tener idea) y, sobre todo, a que no sean una provocación que zarandea y desinstala, lo que nos hace pasivos, o inmunes, frente al conocimiento. Esto ocurre también en la Academia, cada vez más.

Sin embargo, la honestidad intelectual de este universitario de los pies a la cabeza le llevó no sólo a plantearse las grandes preguntas, sino también los caminos para responderlas, por encima de sus intereses o comodidades. Se explica así que revisara la andadura de la Iglesia anglicana (donde, además, tenía un porvenir venturoso) a la luz de la historia, la Palabra y las enseñanzas patrísticas (junto con sus compañeros del Movimiento de Oxford tradujo al inglés los escritos de los Santos Padres conocidos en aquella época). Este estudio riguroso le fue despojando de sus prejuicios sobre la Iglesia católica, que tanto rechazo le provocó en su juventud, y a jugarse los cuartos publicando los hallazgos con que se iba topando, pese al riesgo del aislamiento social y académico, que evidentemente sufrió. Durante la Navidad de 1844, en una carta a su hermana Jemima, escribió lo siguiente: “Por qué hago esto, me pregunto, si no porque creo que estoy llamado a hacerlo. Ante muchos tengo buen nombre y deliberadamente lo sacrifico. Estoy lastimando a aquellos a quienes amo, inquietando a todos a los que he instruido y ayudado. Me acerco a quien no conozco y de quien espero muy poco. Me destierro a mí mismo, y a mi edad… ¿Qué puede ser sino estricta necesidad lo que provoca esto?”. Debe resultar estremecedor bucear en su conciencia.

Por eso su figura es interesante para cualquiera, especialmente en la educación superior, y no sólo por su visionario diagnóstico sobre la institución universitaria, que, en lugar de evaporarse, se ha intensificado. Newman tuvo el arrojo de desinstalarse de sus certezas y repensar lo que su entorno daba por supuesto, de mirar lo que otros evitaban por temor al rechazo de los grupos que, con presión, dominaban el panorama cultural (¿les suena?). Conformó su vida a la verdad que iba desvelándose y todo ello sin arrogancia, imprudencia o alboroto, sino desde la altura y seriedad académicas, a través de un estilo límpido y vibrante, con una mente abierta y un corazón amante. Si en la Universidad no se propicia esto, es la feria de las vanidades. Y la noria y el tiovivo sólo son llamativos desde abajo; si te subes, marean sobremanera porque dan vueltas sobre sí mismos.

Otro motivo es que, perteneciendo a la cultura anglosajona, abre el horizonte de la propia tradición, al contrario que la interculturalidad barata que tanto se vende ahora, pues suele enrocarse en el intercambio superficial y caprichoso de experiencias. Ocurre con él como con otros de sus compatriotas, dotados con unas mentes tan metódicas y racionales como libres. Tomás Moro, Newman, Chesterton, Tolkien, Lewis... Son gigantes que aman lo particular, pero que lo superan para abrazar, con el poder de la palabra, lo que es bueno, verdadero y bello en la civilización occidental, cada vez más diluida.

Hay un tercer aspecto que llama la atención, aunque éste sí nos atañe particularmente a los cristianos. Es habitual que cuando nos encontramos con alguna persona desagradable o incoherente, especialmente entre los pastores o la jerarquía, o ante cualquier disfunción que observamos en la vida de la Iglesia, nos volvamos recelosos. Pues de todo esto Newman tuvo hasta hartarse, pero no supuso un velo que le impidiese ver la verdad que habitaba en la fe católica. En una sociedad marcada por la estrechez de miras (de la que no estamos a salvo los creyentes), esta forma de observar del viejo profesor de Oxford es, sencillamente, tan impresionante como su magna obra.

Lo dejo aquí por no alargarme y porque aún no conozco a John Henry Newman. Pero vamos, no acaba el verano sin que nos hagamos amigos.

Por cierto, feliz verano.

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