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Libertad y coacción: dos términos irreconciliables (Julio Tudela, Las Provincias)

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Libertad y coacción: dos términos irreconciliables (Julio Tudela, Las Provincias)

Con frecuencia asistimos a encendidos discursos en defensa de la libertad de expresión, derecho indiscutible en una sociedad moderna, bajo los que, desgraciadamente, se amparan conductas agresivas, difamadoras, calumniosas y destructivas.

El reciente conflicto entre el legítimo derecho de expresión y manifestación en favor del pueblo palestino y en contra de los excesos de Israel en la guerra de Gaza, junto a la irrupción violenta en el desarrollo de una competición deportiva internacional, La Vuelta a España, constituye un ejemplo más de la dificultad en la delimitación del ejercicio de la libertad individual y su ponderación en aras del bien común, o sea, el de los otros.

La capacidad para defender las propias convicciones, cargadas o no de razón, frente a los que opinan de otra manera, depende de la solidez de esas convicciones, la competencia para argumentar, para escuchar y analizar las posiciones divergentes, ante las que pueden fortalecerse los propios argumentos o mudarse a posiciones más cercanas a las del adversario.

Esta necesaria capacidad para dialogar o disentir se alcanza con el entrenamiento de la educación: el acceso a la información contrastada, el ejercicio de la escucha, el entrenamiento en la reflexión y el análisis crítico y la capacidad, finalmente, para discernir lo bueno y descartar lo malo.

Así que un enfrentamiento de opiniones e ideas, de visiones de la realidad o de propuesta de actuaciones, solo conducirá a un fruto constructivo -terminar mejor que se empezó- si aquellos que se enfrentan en el diálogo han sido entrenados en su ejercicio cabal, informado, crítico y respetuoso. O sea, han sido suficientemente formados y educados para el discernimiento crítico.

De otra manera, es frecuente asistir a un enfrentamiento de ideas a modo de un vertido de acusaciones y descalificaciones sobre el disidente, sin más horizonte que el insulto, la difamación, la calumnia o la violencia.

Desafortunadamente, existe una epidemia en la vida pública de este segundo tipo de confrontación, donde la necesaria formación y catadura moral -capacidad para discernir lo que construye de lo que destruye- no reluce por ningún sitio.

Cuando en la confrontación de posiciones ideológicas o criterios sobre cualquier asunto, no tardan en aparecer las descalificaciones personales o el recurso a eslóganes -fascista, extremista, católico, casta, etc.- vacíos ya de contenido para quien los esgrime, pero que se repiten hasta la sordera, sin duda los que confrontan adolecen de la necesaria formación -educación- que les permita la defensa argumentada de sus posiciones, escuchando las contrarias y siendo capaces de rebatirlas con nuevos argumentos, que no deben nacer de la inventiva personal sino de la sosegada consideración de lo que otros muchos, más sabios que uno mismo, han trazado históricamente.

Solo un necio puede fiarse ciegamente de sus propias invenciones o de las invenciones de otros, que no han sido acrisoladas en el filtro de la sabiduría de los que son más sabios que ellos.

Dicho esto, ¿qué sucede cuando de defender determinadas posiciones se pasa rápidamente a la agresión violenta, verbal o física? ¿No son acaso la falta de capacidad para argumentar, la ausencia de criterios sólidos y bien cimentados, la adopción de conductas acríticamente miméticas con el grupo, los ingredientes que constituyen el caldo de cultivo de las conductas agresivas y violentas?

La violencia constituye un recurso que se ha mostrado históricamente eficaz para que los más fuertes se impongan a los más vulnerables. La amenaza, el daño, el acoso, el amedrentamiento o el exterminio son tan antiguos como la historia de la humanidad.

La evolución y perfeccionamiento de nuestra civilización, debería haber supuesto una cierta superación de este primitivismo del mamporro o la guadaña, pero no parece haberlo logrado. El insulto, la agresión, la descalificación difamatoria o calumniosa están al orden del día en la vida pública, ya sea entre nuestros políticos o entre los manifestantes indignados.

Y el verdadero problema que subyace a todo esto es que las causas justas requieren métodos justos para logarse. Las mencionadas conductas ilícitas no conducen a logros lícitos, en contra de lo que defienden los utilitaristas.

La autenticidad de los fines justos necesita que quienes los defiendan hayan sido entrenados en el análisis y ponderación certeros, en la conducta prudente, en la escucha y la reflexión y también en la firmeza -que no la violencia- en la defensa de la verdad; pero de la verdadera verdad, que no es la ocurrencia del momento, sino el sendero nítido que conduce al bien propio y del otro, a su construcción, a su verdadera libertad.

La asignatura pendiente sigue siendo la educación desde la familia, que no desde el Estado, que resurge en nuestros días como un requisito indispensable en la formación de los ciudadanos como personas que saben convivir, escuchar, disentir, opinar, renunciar y defender sus criterios, así como mudarlos cuando se descubren mejorables.

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