El cine de John Ford o la invitación a discernir la verdadera grandeza (José Alfredo Peris, Paraula)

El cine de John Ford o la invitación a discernir la verdadera grandeza (José Alfredo Peris, Paraula)

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Cuando el último día de agosto pasado se cumplieron cincuenta años del fallecimiento de un maestro del cine como John Ford resulta obligado hacer un homenaje a su figura y sus películas. Quienes investigamos desde el personalismo fílmico —el cine que entretiene mejor defendiendo la dignidad humana— apreciamos que la obra del director de origen irlandés confirma lo que sabiamente señalaba Stanley Cavell. El cine parecía hacer sido creado para la filosofía, y así, entre otro aspectos, para volver a lo que ésta ha señalado sobre sobre la verdadera y la falsa grandeza.

Ford, en El hombre que mató a Liberty Valance, plantea con amarga ironía que la historia de los pueblos, incluso de aquellos que quieren vivir en democracia, es un ejercicio de preferencia de la leyenda sobre la realidad. Un opción sobre la propia historia doblemente peligrosa: encumbra a quien no toca y olvida a quien verdaderamente actuó con generosidad —algo que sintoniza con el valor de la intrahistoria de nuestro Miguel de Unamuno—.  Y quizás con un riesgo todavía mayor: nos acostumbra a dar por bueno lo que en realidad estuvo mal. En una monografía de imprescindible lectura sobre la película Eduardo Torres-Dulce se refiere “al asesinato de Liberty Valance”. Ahí queda la indicación de un eximio jurista y cinéfilo.

Con su sentido del humor y su manejo hábil de la lógica del corazón, el cine de Ford tiene, por tanto, mucho de socrático. Nos invita a quienes lo vemos a afinar nuestro sentido moral, a no pactar con la negatividad —el mal— que nos ha podido llevar a las ventajas que hoy disfrutamos. ¿Para abominar de nuestra historia? En modo alguno, eso sería un angelismo desencarnado, ajeno por completo a la estética de Ford. Pero sí para purificar nuestra memoria. Como hizo san Juan Pablo II al pedir perdón en el jubileo del Año 2000. Como sigue haciendo el Papa Francisco al reconocer que las acciones de nuestra Iglesia en el pasado —como la evangelización de América— pudieron contaminarse con otros intereses y, así, generaron junto al bien realizado otros episodios de dolor, robo e injusticia.

Este gesto se repite en las películas de Ford. En Four Sons, todavía en el cine silente, una madre sufre la muerte de sus hijos en ambos bandos de primera guerra mundial. Como diría San Juan Pablo II y Francisco sigue insistiendo con otras palabras, “la guerra es una aventura sin retorno”. En No eran imprescindibles el pretendido relato heroico de la marina americana en la campaña del Pacífico se narra desde la perspectiva de lo soldados que fueron abandonados a su suerte.  En Fort Apache el general americano elogiado como leyenda del militar ejemplar se presentaba en realidad como un frustrado neurótico —como el protagonista de Centauros del desierto—que contrastaba con la nobleza y el buen criterio del jefe apache Cochise. Una reivindicación de los primigenios moradores de América tratada con más extensión por el realizador en su crepuscular El gran combate.

Su admiración por Lincoln no le impidió mostrarlo como un abogadillo a veces tramposo y otras brillante en El joven Lincoln. Más allá de esto, no dejó de reivindicar la nobleza de los perdedores del Sur en la guerra civil americana. Podían estar o no equivocados en sus ideas, pero sufrieron con nobleza el primer gran ataque militar con uso de la artillería que sufrió no sólo el ejército confederado sino también la población civil. Lo contemplamos, entre otras, en El Juez Priest, Rio Grande o El sol siempre brilla en Kentucky. Esta última y El sargento negro pusieron el acento también en denunciar la injusticia del “equals but separated” que ha venido sufriendo hasta nuestros días la población afroamericana en Estados Unidos.

Mención especial merece su tratamiento de las mujeres y su crucial valoración de ellas, pero sin reduccionismos, sino en sus distintas circunstancias, en sus variados perfiles. Madres que son el corazón y la sabiduría de la familia en Las uvas de la ira o en Qué verde era mi valle. Mujeres fuertes que no se pliegan a los deseos de sus maridos sino que defienden su personalidad y su libertad en La legión invencible, Rio Grande, El hombre tranquilo o en Escrito bajo el sol. Mujeres prostituidas a las que se intenta avergonzar pero que acaban recibiendo por parte de la cámara y el relato de Ford todos los honores en La Diligencia o en El sol siempre brilla en Kentucky. Su última película, 7 mujeres, fue un canto completamente iconoclasta a una médico, en principio atea e irreverente, pero que es capaz de dar la vida por un grupo de misioneras, en apariencia muy entregadas, pero en realidad víctimas de un rígido puritanismo.

¿Dónde está la verdadera grandeza, nos pregunta el cine de Ford —porque el cine, como señala Robert Pippin tiene capacidad de formularnos interrogantes de un modo distinto a cualquier otro modo de expresión—? No sé si el director irlandés, que era un lector infatigable, llegó a conocer la obra de Hans Urs von Balthasar. Supongo que no. Pero creo que estaría plenamente de acuerdo con esta frase del teólogo que tan bien se refleja en sus películas: “ningún luchador es tan divino como Aquél que vence desde la derrota.”

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