Cincuenta años sin John Ford (José Alfredo Peris, Las Provincias)

Cincuenta años sin John Ford (José Alfredo Peris, Las Provincias)

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El 31 de agosto de 1973 fallecía John Ford. Era un niño cuando recibí la noticia y me asombra que el sentimiento que entonces me suscitó me haya acompañado hasta hoy. Se acababa con él una forma de arte que casi sin darnos cuenta habíamos comenzado a aprender de niños, cuando ver un filme con nuestros padres era una inversión en felicidad que con el tiempo apreciábamos cada vez más. Las películas de Ford eran entretenimiento inteligente y tocaran el género que se propusiesen siempre se nos daba algo más de lo que percibíamos en un primer momento.

Se ha hablado mucho de su sentimentalismo irlandés. Entre nosotros Miguel Marías, crítico sabio donde los haya, ha sabido puntualizar que su capacidad de conmover y emocionar procedía de su descripción de la vida de unos personajes que fuera de sus películas no nos llamarían la atención. Interesante. Demos un paso más. El subtítulo de la obra del fenomenólogo americano Anthony J. Steinbock sobre las “emociones morales” abre sin duda una pista para que podamos reconocer el calado de la propuesta de Ford. Consigue “reclamar la evidencia del corazón”. Frente a su desprestigio en el pensamiento de la modernidad —anclado en los afanes políticos y económicos, en la centralidad del varón y del adulto fuerte frente a la mujer, el niño y el enfermo, en la preterición de la naturaleza y de los animales, y en el olvido de que lo que hace vivir con esperanza a la personas concretas—, el cine de Ford coadyuva a poner sobre el tapete la necesidad de que nos tomemos en serio que, junto a los saberes predicativos y científicos, existe un conocimiento desde el corazón, y que no es algo de lo que pueda prescindir.

Me atrevo a proponer esto. Sus películas nos invitan a considerar la resiliencia de un esquema interpretativo como el que Steinbock nos propone: nos podemos situar ante nosotros mismos desde el orgullo o la soberbia, o desde la vergüenza y el reconocimiento de nuestra culpabilidad; podemos abrir nuestras posibilidades desde el arrepentimiento y la esperanza, o desde la desesperanza que se nutre nuestro propio orgullo; podemos encerrarnos en nosotros mismo o mirar a los otros desde la confianza, el amor y la humildad. Somos libres de hacerlo. ¿Pero somos conscientes de este ejercicio de nuestra responsabilidad?

A pesar de ser un resumen tan abigarrado de la obra de Steinbock, creo que se entiende que permite mostrar con elocuencia aquello que nos conmueve decisivamente en la obra de Ford. Sus protagonistas, aun los que pudieran ser llamados a más heroicos, proceden de las personas comunes con los dolores y anhelos de la gente sencilla. El John Wayne de La Diligencia, de Rio Grande, de El hombre tranquilo, Centauros del desierto, o La Taberna del Irlandés no oculta su vulnerabilidad, fragilidad y necesidad de ayuda y redención. Está cerca de la vergüenza y la culpa: no nos transmite nada que tenga que ver con el orgullo o la soberbia.

Los ambientes de Las uvas de la ira, Hombres intrépidos, ¡Qué verde era mi valle! o La ruta del tabaco… nos propician movernos entre personas que experimentan la pobreza y la marginación, pero que no consentían estar del todo hundidos y que en la medida de sus posibilidades reflexionan, entran en sí mismos, se arrepienten y son capaces de atisbar escenarios de esperanza.

El juez Priest, El joven Lincoln, La legión invencible, El sol siempre brilla en Kentucky o El último hurra nos muestran —casi como si fuera una intromisión— escenas en las que los personajes principales evocan con una humildad casi palpable donde se encuentra su verdadero amor: esposas e hijos o novias prematuramente fallecidas son honradas con flores, diálogos íntimos o silencios de oración, porque para quien ama la muerte no acaba con una relación, sólo la transforma.

El cine de Ford se escapa de quienes quieran reducirlo a consignas ideológicas. Tiene en sí mismo el código de descalificación de estos intentos. Si hay algún retrato humano que sus películas descalifican es el proceder del puritano. Aquel que juzga a los demás sin hacer el menor esfuerzo por ponerse en sus zapatos, por empatizar con los combates que diariamente tiene que llevar a cabo cada persona por vencer las tinieblas a base de luz. (En sus películas no faltaban perritos que aparecían en escena porque estaban por allí merodeando. Uno de ellos espontáneamente lamió para consolar a un actor que hacía de herido en El caballo de hierro y la cámara lo filmó. Quienes han analizado esta escena dicen que Ford la improvisó. Quizás sólo quiso dejar una muestra de que la capacidad de compasión de los animales más humildes es una llamada a nuestra vergüenza, y ojalá a nuestro arrepentimiento, cuando transigimos como si no pasara nada con la violencia o la indiferencia hacia el necesitado.)

En nuestros tiempos, en los que la intolerancia más variopinta prende como el fuego en la yesca, disfruto con el sacerdote católico ocultando su cuello romano para pasar por un fiel protestante más y que el obispo presbiteriano no removiese a su amigo el pastor, en El hombre tranquilo. O con la celebración anárquica de una Navidad en la que el misionero no deja a nadie fuera, en La taberna del Irlandés. O con el sheriff y el médico borrachín jaleando los caballos de la carreta para que el expresidiario fugado y la exmujer prostituida puedan desarrollar su proyecto de familia —más allá del desierto, al resguardo de las ventajas de la civilización—, en La Diligencia.

Gracias a John Ford por su cine único e irrepetible como su persona y su arte. ¿Seguirá habiendo corazones que se dejen acompañar por su latido? Estoy seguro de que los hay y en un número cada vez mayor.

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