Contra la apatía (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Contra la apatía (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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La situación política actual da vértigo desde muchas azoteas. En una tribuna reciente, el sociólogo Luis Miller analiza con preocupación un país dividido y un Parlamento colgado. Su reflexión es interesante, así como algunas que se vierten estos días. 

Al margen del nivel de acuerdo que se tenga con unos u otros, de argumentarios más o menos atinados, se agradece que haya quien se pare a mirar, escuchar, pensar sobre lo que ocurre y no sólo ahora… lleva tiempo lloviendo. Y es que hay temas que son de carácter técnico en los que muchos no se atreven a pronunciarse y gente intelectualmente competente que prefiere no considerarlos, cuestiones que son de sentido común ante las cuales vociferan charlatanes con retóricas incendiarias y personas razonables prefieren guardarse su opinión por prudencia o por temor a las etiquetas… Convergen infinidad de opciones. Pero también es cierto que acampa la desidia, el bostezo, la psicología del pequeño burgués: con tener el vientre y el bolsillo llenos, da igual la división de poderes y quien se los reparta, lo que se legisla, si lo que se decide afectará a los más vulnerables y a las próximas generaciones. 

¿A qué responde esta apatía? Una causa es que vivimos en la inmediatez, en la propia autorreferencia, despreocupados de los problemas del entorno. Se ha perdido tanto la visión de medio plazo como la óptica histórica, en algunos casos buscando la propia supervivencia y, en otros, ajenos a los efectos colaterales de ciertas decisiones. Esto es un error, pues lo macro afecta a lo micro, las ideas acaban influyendo en la conducta. 

Otra razón apunta a la falta de formación, no referida a sumar grados y másteres, a haber estudiado en los mejores colegios y universidades, sino a la estatura moral. Tenemos un déficit de educación moral, cuando es el núcleo de la persona. De hecho, hay quienes con currículums brillantes y puestos laborales prestigiosos no son personas completas o, dicho de otra manera, están enajenados, en el sentido de haber perdido la perspectiva sobre la realidad. Tampoco llegan a entender que la moral no se trata de preceptos o imposiciones que coartan la libertad pues, al contrario, tiene que ver con la felicidad, con vivir bien, con no malbaratar la vida. 

Así pues, la desidia deriva tanto del orgullo como de vivir engañados. Lo primero lo explica Francesc Torralba en su libro Humildad: la definición de Teresa de Jesús - “la humildad es andar en la verdad”- “evoca movimiento, esfuerzo, pero también direccionalidad”. Como no nos creemos en posesión de la verdad, salimos a buscarla y, a través de “un ejercicio de desasimiento de prejuicios, de tópicos, de estereotipos, de medias y falsas verdades”, nos vamos despojando de todo aquello que nos impide comprender mejor. No es la búsqueda de la verdad lo que crea dogmáticos, sino la autocomplacencia acrítica, de la que nadie está libre.

Respecto a lo segundo, es claro que el engaño nos afecta a todos por el pecado original, pero hay niveles, grados. Juan Pablo II comparó la gravedad que supone para el hombre el bienestar del modo burgués de existencia con las ideologías totalitarias. Una afirmación fuerte, sí, pero ciertamente anestesia, atonta hasta el punto de que nos tragamos lo que sea. El problema es que, si comes alimentos en mal estado, caes enfermo, y si se dispensan en los supermercados, bares… puede haber una intoxicación colectiva. En nuestra sociedad en parte se ha dado y un síntoma es que no se reacciona bien, de modo que ante planteamientos y decisiones que deberían sacarnos a la calle -no a tirar piedras ni a insultar a nadie, pero sí a no claudicar- cambiamos de canal de televisión. A una persona que no reacciona como toca le falta amor propio. Y a una sociedad que no lo hace, también.

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