Políticos con toga candida (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Políticos con toga candida (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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Políticos con toga candida (Carola Minguet, Religión Confidencial)

El término ambición tiene un origen latino. Concretamente, nos traslada a la Roma republicana, donde ya se votaba a los dirigentes. En esa época, sin embargo, estaba mal visto que los políticos hicieran campañas o mítines particulares, pues se asociaba a los sobornos y a la compra de votos. Tampoco les gustaba a los romanos que los aspirantes al Gobierno llevasen ropajes níveos, a pesar de que, en latín, "candidatus" significa "vestido de blanco". La razón es que quienes se presentaban a las elecciones ataviados con una toga blanca (“toga candida”) lo hacían para destacar entre la multitud y causar una buena impresión, lo cual les parecía a los electores una suerte de manipulación. 

El caso es que, cuando un preboste iba por las casas pidiendo el voto, a eso se le llamaba “ambitus”, que deriva del verbo latino “ambulare”, que significa caminar (de ahí ambulatorio, deambular…). Y el pueblo no sólo reprobaba ese “ambitus”, que era lo que hacía el político trepa, el que intrigaba, sino que estaba tipificado como delito (una norma decretada por Tito Livio lo prohíbe expresamente). Esto explica que “ambitio” o ambición fuera una palabra despectiva (aún hoy, en determinados contextos, mantiene dicha connotación peyorativa).

Resulta interesante esta sospecha de los romanos a sus políticos ambiciosos y puede trasladarse a la actualidad. Ciertamente, la persona que quiere gobernar una comunidad no debería deambular, y no sólo por el riesgo de la corrupción, sino en el sentido de vagar bien entre voluntades arbitrarias, bien en el nivel de las ideas: ser socialista un rato, capitalista otro, nacionalista o separatista si conviene, comunista cuando da papeletas…

El empeño al que aboca dicha itinerancia, además, se encarece cuando se alcanza el poder. Es lo que quizás le ha ocurrido al jefe del Ejecutivo. A lo mejor no dimite tras destaparse el burdo folletín protagonizado por Koldo, Ábalos y Cerdán porque no puede, como sostienen algunos, pues sus alianzas y componendas con ciertos grupos de presión no se lo permiten. Está claro que uno no puede ser investido como presidente del Gobierno sin apoyos interiores y exteriores, pero otra cosa es mercadear con un puesto tan relevante y, en consecuencia, con la nación.

Esto lleva a la reflexión -aunque está manida, es urgente- sobre la necesidad de que la política y la moral vayan de la mano. Alguno ha comentado estos días que aferrarse al poder a toda costa es amoral, pero no estoy de acuerdo. No es amoral, sino inmoral. Amorales son los animales y los árboles. Las sillas. Las nubes. Los seres humanos somos morales o inmorales. Y el nivel de inmoralidad en política es muy preocupante. 

Además del último caso de corrupción, otra muestra de ello es lo que ha ocurrido con el fiscal general. Si una mayoría, espuriamente alcanzada, consensúa una inmoralidad y la convierte en una legalidad, quiere decir que puede haber leyes inmorales e injustas, como de hecho las hay; de ahí el aforismo latino "lex injusta non est lex", que se traduce como "una ley injusta no es ley". Este principio, defendido por filósofos como San Agustín y Tomás de Aquino, sostiene que una norma que contradice la justicia natural o es intrínsecamente injusta no tiene carácter de ley legítima y, por lo tanto, no obliga moralmente a ser obedecida. Toquetear el poder judicial y las leyes si se consigue una mayoría y se acuerda un consenso no es un mal exclusivo de la presente legislatura, pero este Gobierno lo ha exprimido hasta límites desquiciantes. 

Pero volvamos a los romanos, pues lo de la "toga candida" tiene miga. Esta prenda se frotaba con tiza hasta conseguir un blanco intenso, por ello Persio habla de la “cretata ambitio” (ambición de la tiza). 

Quizás la aplicación que se me ocurre sea equivocada, pero da que pensar sobre la imagen de dirigentes concretos. Por ejemplo, Pedro Sánchez tiene mucha imagen. Eso no es malo. El problema no es tener una imagen personal cuidada, sino ser una imagen pública que deslumbra, sin encarnar nada. Hacer que parezca. Simular que eres o haces. Ponerse un ropaje cuya tinta desaparece en una lavada, que es lo que dura la tiza. Eso sí que es peligroso.

Se podría aterrizar con distintos ejemplos de su mandato, pero basta con ir a la base. En teoría, todo cargo público debería ejercer su autoridad en representación no de sí mismo, sino de quien le ha dado la autoridad, a quien debe obediencia. Es decir, no es una autoridad en sí mismo, sino que simboliza una voluntad que está por encima de la suya como particular, y la ejerce de un modo "delegado" (en sentido analógico, claro está). La consecuencia lógica en este y otros casos es que, quien no sabe obedecer ni seguir las reglas del juego, no es que no sirva para gobernar, sino que no está gobernando: está haciendo otra cosa. 

No obstante, la miga de la “toga candida” trasciende la política y a nuestros políticos, pues la imagen es también una tentación que tenemos los seres humanos: vivir en la superficie de las cosas. Eso se paga, porque la vida buena, la que vale la pena, no la consigue uno limitándose a la superficie, sino buceando hasta el fondo. Pero mejor dejamos esto para otro día.

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