La eternidad de lo diminuto (Carola Minguet, Religión Confidencial)
Noticia publicada el
martes, 9 de diciembre de 2025
El Adviento, que el calendario cristiano coloca con la testarudez de quien sabe lo que se hace, no es una invitación a la nostalgia ni un anticipo sentimental de la Navidad. Actualiza la espera del Mesías y, al mismo tiempo, nos prepara para su segunda venida. Es lo que es; no admite interpretaciones creativas ni comparaciones oportunistas.
Sin embargo, en este momento que recuerda que la historia entera depende de una espera, irrumpe también una intuición que llevamos años estrenando en modo olvido. No sólo porque el hombre contemporáneo no soporta esperar, sino porque ya casi no sabe qué significa hacerlo. En estos días aparece esa respiración honda que la liturgia propone cada año: pausa, silencio, acecho. El territorio del “todavía no”. Luces pequeñas que anuncian algo grande, pero aún no se atreven a destellar. Es un tiempo de promesa y -horror supremo para la mentalidad moderna- de esperanza. Quizás por eso la sociedad desconecta, disimula o huye del Adviento, y no sólo porque se haya diluido la fe, sino porque vivimos rodeados de objetos y experiencias que se compran y desechan, de máquinas que responden antes de que preguntemos, de opiniones que se emiten sin ser pensadas. La paciencia es excentricidad. El misterio, un estorbo.
Por otro lado -aunque suene extraño, forzado o incluso torpe- estas semanas previas a la Navidad dan que pensar también sobre el aborto, pero desde un registro que el debate público no admite, uno más humano y, paradójicamente, más metafísico. Es como si el tiempo litúrgico nos recordara que este asunto nunca fue una abstracción jurídica ni un campeonato de ruido cultural, sino algo que sucede en carne viva, en cuerpos y biografías concretas.
Porque hubo un instante en que el Todopoderoso decidió actuar como si fuera impotente. Dios, que podía haber descendido con el estrépito de cien imperios, eligió hacerse presente en la historia del modo más pequeño imaginable: como un embrión. Esto, por sí solo, debería bastar para desmontar la superstición contemporánea de que la vida comienza cuando es visible o útil, lo cual es como decir que un libro empieza en la página donde lo abrimos, una idea propia de quien jamás haya escrito ni una lista de la compra.
Si el cristianismo lo hubiera diseñado un publicista, el Salvador habría descendido como un emperador romano, entre fanfarrias, columnas de mármol y un departamento de marketing celestial. Pero llegó como todos llegamos: en la fragilidad absoluta, en una etapa en la que ni siquiera somos capaces de pedir auxilio. Antes de llorar, fue silencio. Antes de nacer, fue vida. Antes de hablar, ya era Verbo. Y precisamente por ello el nacimiento de Cristo no es sólo un misterio, es un argumento: la grandeza comienza donde el mundo no mira.
Por eso resulta tan llamativo -y, para quien conserve un mínimo de sensatez, tan trágico- que celebremos la llegada de una vida diminuta en una época que trata esa misma vida diminuta como si fuera un error administrativo y proclama su eliminación como un progreso. No hace falta ser un erudito para advertir la contradicción. Sólo un poco de honestidad.
El niño esperado en Adviento no fue deseado por un imperio, ni votado democráticamente, ni evaluado por expertos. Fue acogido por una doncella pobre. Evidentemente, ella vivió un misterio único -que, insisto, no admite comparaciones ni interpretaciones- pero sabía, sabe, algo que nuestro siglo brillante parece haber olvidado: la vida llega como un visitante inesperado, y quizá por eso siempre es un milagro. Además, si la historia entera de la humanidad puede girar sobre el humilde eje de un establo, ¿cómo pretendemos que la dignidad de la persona dependa de condiciones más sofisticadas que ese establo?
Y, puestos a continuar con esta comparativa arriesgada, conviene recordar algo que el debate gélido, descarnado e irracional sobre el aborto de los medios de comunicación y los partidos políticos aparta, y son las vidas que se apagan involuntariamente, las gestaciones que no prosperan, los padres que cargan duelos invisibles. El Adviento también ilumina esto, y no como consuelo poético, sino como una certeza radical: la vida del hijo que apenas empezó en este mundo ya respira eternamente en el otro. No es una vida fallida.
En el aborto involuntario se adivina -de un modo terrible y dulcísimo, tan cruel como luminoso- el verdadero pulso del Adviento, al comprender que lo más frágil es lo que más eternidad contiene. Y así, la criatura que apenas abrió los ojos en el claustro materno, arrebatada antes de pronunciar su primer latido audible, se convierte en una suerte de luciérnaga que guía nuestra noche, pues es una vida diminuta que Dios reclama para sí no como fracaso, sino como anticipación.
Quizá por eso el Adviento es oportuno para hablar de todo esto, y, si no lo es, ruego, querido lector, me disculpe. Porque no da soluciones rápidas ni discursos anestesiantes: ofrece una luz pequeña. Una luz que insiste. Una luz que no retrocede. Una luz que, como la vida misma, pide ser acogida antes que explicada.