Embrutecimiento sentimental (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Embrutecimiento sentimental (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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Un desafío actual es desmontar el embrutecimiento sentimental con que nos empozoñan ciertos influencers, tertulianos, famosos, intelectuales, culturetas… y conocidos que todos tenemos que mimetizan con ellos. Da igual la supuesta formación y a qué se dediquen: coinciden a la hora de reconocer como natural la infidelidad (el adulterio es un término que ha desaparecido del imaginario colectivo); algunos incluso comparten las excelencias del poliamor. Evidentemente, están también las series, películas, medios de comunicación… pero el ambiente condiciona -siempre ha sido así- y ahora más que nunca debido al acceso a modelos interpersonales a la carta.   

Ante sus perístasis habría que aclarar, al menos, dos premisas. La primera es que, cuando dos personas se quieren, aceptan vivir juntas (aunque sea sin casarse) y formar una familia (aunque sea sin hijos) hay un pacto, un compromiso. Una promesa. Y la gente se embarca para siempre, pues así son las promesas. Romperla nunca se considera una opción, sino una traición. Cuestión distinta es que el vínculo se rompa por razones de peso y tenga lugar una separación, pero, al inicio, la intención era noble, veraz.   

En segundo término, plantear una relación como la anteriormente aludida en algo que tendrá lugar solamente a ratos, o en una relación abierta, implica transformar las características propias del amor conyugal o de pareja, que se dice ahora. El amor fraternal, entre amigos, filial… se comparte; puedes tener distintos amigos, varios hijos y los quieres a todos. Pero, como canta Antonio Machín en un famoso bolero, es imposible querer a dos mujeres a la vez y no estar loco. Es una contradicción en los términos. El amor conyugal o de pareja pide totalidad (es decir, cuerpo y alma) y exclusividad (una sola persona) de modo que, si no se dan estas condiciones, hay que llamarlo de otra manera (por ejemplo, poligamia o poliandria donde, en lugar de amar, se instrumentaliza al otro).    

El problema es que esta empanada mental se ha inoculado en la sociedad y una cultura que favorece la traición -porque no otra cosa es el incumplimiento de la referida promesa- es comparable a aquella que propicia la estafa o el asesinato. Así lo expuso Aristóteles (siglo III a.C, no era cristiano… apunte para aquellos que consideran la fidelidad una moralina religiosa) al afirmar que vale la pena dejar de vivir antes que cometer adulterio, homicidio o robo.    

Ciertamente, hay que tener cuidado con la advertencia del filósofo porque estas caídas están a la orden del día (también entre católicos) y es erróneo pensar que no hay solución. Se puede restaurar la relación; existe el perdón con su fuerza arrolladora (sin obviar la necesidad de reconocer el daño objetivo y enorme, del arrepentimiento y de la paciencia, pues una puñalada provoca una herida profunda que debe curarse y cicatrizar). Más aún hemos de creerlo los cristianos, que seguimos a Uno que resucita a los muertos. Pero también es verdad que no es de recibo la frivolidad con la que se abordan estas experiencias al proponerlas como razonables, aptas para gente madura, segura de sí misma, tolerante. Pensar así no deja de ser una enajenación, fruto de un desconocimiento absoluto respecto de quiénes somos, de una ceguera alarmante.    

Como en todo, en estos temas hay grados y niveles. Así, convivir a medias, sólo los fines de semana, en vacaciones (cada vez está más de moda) puede no ser reprobable, pese a no dejar de ser una simulación tratar de emprender una relación de pareja sin las singularidades de la conyugalidad. De todos modos, esto empobrece la realidad del amor, a las personas que lo viven y, por tanto, debilita al mundo. Ahora bien, la infidelidad y el poliamor implican jugar con fuego. Y el fuego arrasa con lo que encuentra por delante.    

Por eso en estos asuntos no cabe la superficialidad. De hecho, estaría bien hacer una encuesta, una auditoría, encargar un informe al Defensor del Pueblo o alguna otra propuesta por el estilo tan en boga para escudriñar los efectos y afectados de la infidelidad. Veríamos lágrimas, familias divididas, amistades dinamitadas, niños rotos. Sufrimiento, dolor y angustia, también en los temerarios kamikazes que, anhelando experiencias, arruinan su vida a todos los niveles. No saben lo que hacen ni lo que deshacen.   

Ya sabemos que el adulterio ha existido siempre; que es muy común y que cada vez está más extendido, como parlotean los gurús del embrutecimiento sentimental en un ánimo de apelar al raciocinio o a sensibilidades abotargadas. Pero las mismas cláusulas se pueden aplicar a la guerra, que nos acompaña desde el principio de los tiempos, y, cuando estos días uno se asoma a lo que está pasando en Tierra Santa, si está en su sano juicio, se le encogen el corazón y las entrañas.  

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