Cónclaves papales: entre el humo blanco, las intrigas y el cisma (Anna Peirats, The Conversation)

Cónclaves papales: entre el humo blanco, las intrigas y el cisma (Anna Peirats, The Conversation)

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Cónclaves papales: entre el humo blanco, las intrigas y el cisma (Anna Peirats, The Conversation)

La plaza está en silencio. Miles de ojos miran hacia lo alto, donde una delgada chimenea corona la Capilla Sixtina. De repente, una columna de humo comienza a ascender: ¿negra?, ¿blanca?, ¿gris? No hacen falta palabras porque, desde hace siglos, el mundo aprende a leer en el humo los misterios del poder, el alma y la historia.

Más allá del rito solemne, los cónclaves también tienen una historia paralela: encierros forzosos, alianzas secretas, muertes repentinas, errores rituales y renuncias inesperadas. Cada uno refleja su tiempo. Todos juntos componen una crónica de la Iglesia en su dimensión más humana y, a veces, más frágil.

Cuando el cielo se abrió: el nacimiento del encierro sagrado

En 1268 los cardenales se encerraron en Viterbo para elegir el sucesor de Clemente IV. Pero el cónclave duró casi tres años.

Ante esta situación, la ciudad cerró con llave el edificio, retiró el techo para que el cielo presionara y redujo la dieta de los electores a pan y agua. Tres cardenales murieron en el proceso. Al fin, eligieron a Teobaldo Visconti. Sería él, Gregorio X, quien instauraría el encierro obligatorio con la constitución Ubi periculum en 1274.

No fue el único cónclave accidentado. En 1287, en plena elección, seis cardenales murieron a causa de una epidemia de malaria, lo que interrumpió el proceso hasta el año siguiente.

Y en 1294, los cardenales eligieron a un ermitaño casi octogenario, Pietro del Morrone, convertido en Celestino V. Su pontificado, que se desarrolló entre julio y diciembre de 1294, fue turbulento y estuvo marcado por la influencia de personajes poderosos y ambiciosos. Agotado, y convencido de que no era digno del cargo, decidió renunciar. Su sucesor, Bonifacio VIII, lo encerró en el castillo de Fumone, donde murió aislado.

Tres papas, una Iglesia rota: cismas y sombras de legitimidad

En 1378 la presión popular sobre los cardenales reunidos en Roma derivó en la elección de Urbano VI. Su carácter reformista y autoritario provocó que muchos cardenales declararan inválida su elección y eligieran a Clemente VII, que se instaló en Aviñón. Así, con las dos sedes, comenzó el Cisma de Occidente.

Pronto habría un tercer papa, en Pisa, y tres cónclaves simultáneos, tres sedes y tres versiones de la misma Iglesia.

La unidad se recuperó décadas más tarde, en el Concilio de Constanza (1414–1418). Ahí, Gregorio XII (sucesor de Urbano VI) renunció, Juan XXIII (sucesor de Alejandro V, el papa de Pisa) fue depuesto y Benedicto XIII (sucesor de Clemente VII) quedó solo.

Finalmente, el cónclave de 1417 eligió a Martín V y cerró una herida que había afectado a toda la cristiandad.

Veneno, veto y humo en la historia del cónclave

En el Renacimiento los cónclaves se transformaron en luchas de poder. En 1492 Rodrigo Borgia fue elegido papa y adoptó el nombre de Alejandro VI, tras una campaña de compra de votos tan pública como eficaz. Prometió cargos, diócesis, rentas e influencias. Su elección marcó el apogeo de los Borgia, una familia que convirtió el papado en el centro de una política dinástica.

Como pontífice, Alejandro VI consolidó el poder territorial del Vaticano, pero también convirtió a sus hijos, especialmente a César Borgia, en agentes de ambición y violencia.

La curia papal funcionaba en este contexto como una sede cortesana más del Renacimiento. Johannes Burchard, maestro de ceremonias, documentó con crudeza las intrigas, rituales y escándalos de aquel pontificado.

En agosto de 1503, tras una cena con varios cardenales, Alejandro VI y su hijo enfermaron gravemente. Una de las teorías que se barajan es que el veneno que debía eliminar a un rival se introdujo por error en la copa del papa. El pontífice murió. César sobrevivió, pero su poder se fue debilitando.

El papa Pío III fue elegido en septiembre de 1503 como sucesor de Alejandro VI. Su nombramiento respondió más a un intento de equilibrio entre facciones que a una apuesta a largo plazo. Su salud, ya deteriorada antes del cónclave, se agravó rápidamente. Apenas 26 días después concluyó su pontificado, sin que pudiera adoptar decisiones significativas. Su muerte reabrió de inmediato las maniobras entre cardenales, en un momento especialmente inestable para la curia.

Cuatro siglos más tarde, persistían las interferencias externas en la elección papal. El emperador Francisco José I intervino en el cónclave de 1903 invocando el ius exclusivae (derecho de veto papal) para impedir la elección del cardenal Mariano Rampolla. El colegio cardenalicio rechazó formalmente el veto, pero su efecto fue decisivo. La presión derivó en la elección de Giuseppe Sarto, proclamado como Pío X. La elección marcó el fin de este privilegio secular, que no volvió a ejercerse en ningún otro cónclave.

El humo y la elección invisible

Hasta el cónclave de 1903, no existía una distinción clara en los colores del humo, que podía aparecer blanquecino u oscuro. En algunas ocasiones –como en la elección de Pío X– ni siquiera había habido humo.

La diferenciación oficial entre la fumata blanca, que anuncia la elección, y la negra, que indica un resultado fallido, se estableció por primera vez en el cónclave de 1914, en el que fue elegido Benedicto XV.

El cónclave no es una mera tradición conservada por la inercia. Es el momento en que la Iglesia se repliega sobre sí misma, suspende su visibilidad pública y traslada toda su autoridad a una asamblea cerrada, con reglas estrictas, sin cámaras, sin declaraciones, sin discursos.

Desde el siglo XIII, su arquitectura simbólica –el encierro, la votación secreta, la quema de papeletas, el humo– no ha cambiado sustancialmente, y sigue cumpliendo la misma función: proteger la decisión que definirá el rumbo de la Iglesia católica en el mundo.

La historia demuestra que estos procesos no están exentos de tensiones. Ha habido elecciones pactadas para garantizar una transición breve, y otras que abrieron el camino a reformas de largo alcance. En algunos casos, incluso, el papa elegido encarnaba un proyecto eclesial cuya magnitud solo se entendió años después.

El humo que emana de la Capilla Sixtina no explica, solo informa. Durante siglos, ha sido ambiguo, equívoco o prematuro. Pero una vez que sale blanco, se dirige la mirada hacia el balcón. El “Habemus Papam” es el inicio de una etapa cuya dirección aún nadie puede anticipar.

Cuando el camarlengo (el encargado de gestionar los asuntos de la Iglesia durante la sede vacante) pronuncie la fórmula “Extra omnes” se activará una liturgia institucional que ha resistido guerras, cismas, epidemias, cambios de época y colapsos políticos. Y una vez más, todo dependerá de lo que ocurra dentro de esas paredes.

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