Revisitando a Barbie II (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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Después de ver la película Barbie cabe preguntarse por las características propias de la masculinidad y de la feminidad, es decir, por la diferencia. Y es que la identidad se descubre y comprende desde el otro, no desde uno mismo; es un concepto dialéctico. Una mujer es igual a otra mujer en muchos niveles y absolutamente distinta a un hombre, según han argüido tantos científicos y pensadores. Un ejemplo es Julián Marías en su Antropología metafísica al referirse a la gracilidad femenina que hace capaz a la mujer de levantar lo más grave o pesado de la masculinidad. La diferencia no es ofensiva. Ni ideológica. Es algo que a lo largo de la historia hemos experimentado como inherente a nuestra condición humana.

Un amigo, cuando se refiere a esto, habla de la psicología moral femenina y masculina; le gusta el término psicología moral porque, según dice, une antropología y ética. La verdad es que estas disquisiciones me vienen grandes y no sé cómo hay que referirse a los rasgos propios de lo masculino y lo femenino, pero estoy convencida de la conveniencia de volver a proponerlos, con sencillez, desde la literatura y el cine. Urge encontrar relatos que presenten modelos con los que se identifiquen los niños y los jóvenes (para ello, es muy recomendable el blog de Miguel Sanmartín Fenollera). Además, los hay en abundancia, y mucho más realistas y esperanzadores que Barbie y Ken, que resultan deprimentes y cutres.

Así, el ethos femenino tiene mucho más que ver con Mary Lennox explorando el Jardín secreto que con Barbie en un descapotable. En esta novela, Frances Hodges Burnett no propone al lector una mujer guapa, simpática y “realizada”, sino una adolescente arisca, cuya vida no ha sido de color rosa chicle: ha perdido a sus padres y vive con un tío que la descuida. Sin embargo, en su soledad descubre el jardín, refugio seguro, escondido a los ojos extraños. Un lugar en el que la belleza la atrae hacia lo verdadero y lo bueno. Eso rescata el alma de la joven y transforma su vida, haciéndola capaz de salir al encuentro de otras personas que sufren también. «Puedes tener tanta tierra como quieras (…). Me recuerdas a alguien que amaba la tierra y las cosas que crecen. Cuando veas un poco de esa tierra que quieres (…) tómala, niña, y haz que cobre vida», escribe la autora. Ser mujer es mucho más que el empoderamiento. Es amar la tierra y hacer que cobre vida.

¿Y qué pasa con los hombres? Porque el éxito de Ken evidencia que seguimos anquilosados en un debate penoso y manido sobre la masculinidad. La virilidad no es bravuconería, violencia o dominio (que no son sino perversiones de aquello que debe ser un hombre), pero tampoco lo que vende el eunuco pusilánime de Mattel (también resulta perverso borrar en el muñeco con tableta todo vestigio de hombría). El varón no es una bestia ni un narciso.

Para superar esta dicotomía, falsa y cansina a partes iguales, Miguel Sanmartín propone una serie de ejemplos literarios en los que pueden verse reflejados los jóvenes. Narrativas cuyos protagonistas representan, de una u otra manera, aspectos parciales de una noción de caballero antigua en la que destacaba el cultivo de las cualidades y virtudes que civilizaron a la sociedad: la valentía, la lealtad, la cortesía, la veracidad, la pureza, el honor, una querencia a proteger a los débiles y oprimidos… Curiosamente, muchos de los autores de estas obras son mujeres (y es que, insisto, la identidad del hombre la descubre la mujer… y viceversa) como Mr. Darcy, el protagonista cabal de la novela de Jane Austen, Orgullo y prejuicio, o Atticus Finch, de Matar a un ruiseñor, novela escrita por Harper Lee en la que muestra a un abogado, padre y viudo, con carácter y conciencia, resuelto a hacer lo correcto. Entre mis favoritos están los personajes ideados por Tolkien para su Tierra Media, como Faramir, el hijo pequeño de Denethor, cuya humildad le permite combatir la tentación de apoderarse del anillo.

En definitiva, hay que recuperar la diferencia. ¿Y cómo hacerlo? Por un lado, con paciencia, pues cada vez hay más mujeres masculinizadas y hombres feminizados. Por otro, entusiasmando a los jóvenes frente a lo creado. El reto, parafraseando al poeta Percy Shelley, es claro: levantar ante ellos «el velo de la belleza oculta del mundo». La belleza que hay en el otro… y en uno mismo.

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