En el adiós a Kundera (Carola Minguet, Religión Confidencial)

En el adiós a Kundera (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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La semana pasada falleció Milan Kundera, considerado en los ochenta como un escritor de culto, entre otros títulos, por La insoportable levedad del ser, que vendió millones de ejemplares en todo el mundo a mediados de esa década. Fue un libro celebrado porque retrata con autenticidad la angustia y el sufrimiento que provocan ciertas relaciones de pareja, aunque el existencialismo de los protagonistas se desenvuelve en un pesimismo que llega a ahogar.  Dibuja bien sus crisis, pero con punto final. Sin posibilidad de salida.   

Es común la tentación de precipitarse en un elogio sin reserva alguna a escritores como él, sobre todo cuando mueren, pero no por parte de quienes piden a la literatura, además de una belleza formal, un contenido que estimule el desarrollo moral, esto es, que invite al lector a ser mejor persona. Y es que este autor diseñó una filosofía propia difícil de digerir, basada en un escepticismo que renuncia a que sus personajes vayan más allá de la desesperación hasta la aceptación de una meta capaz de articular adecuadamente su vida.

«El hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive sólo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni enmendarla en sus vidas posteriores», se lee en la citada novela. Otro ejemplo es su rechazo de la paternidad, que justificó en La despedida, donde escribió que «tener un hijo significa manifestar que se está de acuerdo con el hombre. Si tengo un hijo, es como si dijera: He nacido, he experimentado la vida y he comprobado que es tan buena que merece ser repetida».  «La vida es un boceto para nada, un borrador sin cuadro» es una de sus frases lapidarias.     

No obstante, cabe reconocer el talento literario de Kundera (que trasciende los gustos personales) así como su ojo a la hora de dar cuenta de que la intelectualidad y la burguesía occidental están más corrompidas de lo que aparentan, de que la levedad propia de la vivencia posmoderna no sólo es insoportable, sino fraudulenta.   También es de recibo poner en valor su olfato a la hora de renegar de las ideologías, que pueden destrozar a quien las compra y anatemizar a quien las cuestiona, como sufrió él mismo al ser desterrado del comunismo.

De hecho, estos días, en los que escritores y periodistas tratan de revisitarlo (como se dice ahora) algunas columnas han reparado en el marxismo, el psicoanálisis y la revolución sexual como el caldo de cultivo de la época que describió el autor checo y que indigestó, engañó y desengañó a tantas personas. Este credo del Mayo del 68 también se profesó en las aulas, pasillos y despachos universitarios con andamiaje teórico, lo cual da que pensar (disculpen el salto argumental) sobre la producción científica que responde a ciertos intereses ideológicos y, en consecuencia, acerca del deber de desmontarla con rigor y honestidad.   

Para esto último entiendo que es necesaria la humildad, que es ajena a prejuicios y fantasías. De lo contrario, el acercamiento a la realidad seguirá dando como resultado no sólo el escepticismo, el cinismo o la superficialidad que trasluce Kundera, sino la difusión de los sesgos ideológicos, el populismo o la polarización, asuntos, por cierto, a los que últimamente dedican por fin sus desvelos algunos estudiosos.

Ahora bien, esto no es sencillo, porque para ver la realidad -las cosas tal y como son- no basta con una buena instrucción intelectual. Se necesita también una formación cordial, es decir, del corazón. Un corazón sano moralmente ve bien. Por eso la humildad no viene de serie. Es un don. O una conquista. O las dos cosas.  

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