Autonomía y autenticidad (Eduardo Ortiz Llueca, Paraula)

Autonomía y autenticidad (Eduardo Ortiz Llueca, Paraula)

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En nuestra Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo de regulación de la eutanasia, se habla de “autonomía de la persona”, “autonomía de la voluntad”, “autonomía y voluntad”, “autonomía” sin más y “autonomía física”. Cinco apariciones del término (cuatro en el apartado I del Préambulo y una en el Artículo 3 del Capítulo 1) y ninguna de ellas coincide del todo con la anterior. Da que pensar esta falta de precisión en el uso de este vocablo emblemático, cuyos sinónimos son “autogobierno” y “autocontrol”.

Por lo que se refiere a la autenticidad, puede considerarse que está presente en la alusión, en ese Artículo 3 del Capítulo 1 de la mencionada Ley, a la “capacidad de expresión”. Contemporáneamente, está bien extendido el prestigio de la autenticidad (“cierta forma de ser humano que constituye mi propia forma”, como explica el filósofo canadiense Charles Taylor) y de sus sinónimos: la autoexpresión y la fidelidad a uno mismo.

Sin embargo, no son de poca monta las preguntas que acompañan tanto a la autonomía como a la autenticidad, términos que forman parte de la gramática básica de nuestra autocomprensión, es decir, de ese vocabulario gracias al cual los seres humanos intentamos entendernos a nosotros mismos y obrar en consecuencia. Por cierto que las cuestiones relativas a, por ejemplo, cómo sortean la autonomía y la autenticidad tanto la manipulación debida a las ideologías como las presiones derivadas de los sesgos, se vuelven acuciantes en el contexto de una Ley como la anterior.

De hecho, el fomento de la autonomía puede degenerar en su contrario (¡la temida heteronomía!), si no va acompañada de la adaptación a la realidad y de una socialización apropiada en la persona que la reivindica. Por lo que toca a la autenticidad, identificarla con la mera espontaneidad lo lleva a uno tantas veces a dejar de ser fiel a sí mismo. Más aún: cuando alguien actúa exclusivamente para satisfacer lo que imagina ser las expectativas que los demás tienen respecto a su persona, acaba construyendo un “yo falso” en conflicto precisamente con su yo auténtico. Claro que quien se enreda en esto, lo hace no por un defecto, sino por un exceso de autocontrol o autonomía.

Quizá sí haya solución para todo lo anterior, si bien ella ha de estar a la altura del ser humano, imagen del Otro encarnado. Así, el cultivo y robustecimiento de la autonomía y la autenticidad (logros tan justamente deseables como reconociblemente precarios) dependen, desde luego, de su vínculo con el “propósito único de toda una vida” (MacIntyre) o sentido de la propia existencia, el cual organiza (se reconozca o no) todo lo demás. Y aquí urge acertar: más les vale a la autonomía y a la autenticidad desenvolverse de la mano del verdadero sentido de la existencia humana.

Eduardo Ortiz Llueca es profesor en la Facultad de Filosofía, Letras y Humanidades.

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