Un milagro cotidiano (Carola Minguet, Religión Confidencial)
Noticia publicada el
martes, 2 de diciembre de 2025
Hay aniversarios que nos sorprenden con la ropa arrugada y desgastada, como abrigos que han pasado por demasiados inviernos. Años que, pese a todo, se plantan delante para recordarnos que la vida sigue siendo un don, incluso cuando no sabemos bien cómo recibirlo.
Mañana cumple años una amiga que atraviesa un valle al que ha sido arrastrada, un lugar donde el horizonte se estrecha y la fe se pone a prueba. La suya la guarda como un tesoro discreto. Sin giros teatrales. Sin proclamas. A veces teme que se le vuelva un hilo, pero no lo suelta… Sigue mirando cada día hacia arriba, y esa mirada fiel, persistente, es en sí misma una oración. Será cierto que nuestra debilidad es, acaso, el lugar donde Él hace espacio.
Lo que me mueve a escribir, sin embargo, no es su historia, sino cómo nos acercamos a historias como la suya. Hay algunas voces feministas que miden el valor de una mujer por lo que resiste, como si su dignidad se jugara en no quebrarse nunca, como si la fortaleza fuera inherente a nuestra naturaleza y no una respuesta libre, nacida del amor cuando el amor lo pide. No creo que la mujer sea una muralla, sino un hogar abierto: un lugar donde lo frágil puede asentarse sin miedo, donde las piezas vuelven a su sitio -con paciencia, a su tiempo- aunque el mundo se tambalee.
A veces pienso que mi amiga encarna algo que nuestras abuelas entendían sin cursillos ni manifiestos: que la vida se sostiene en las manos que friegan, en los turnos laborales que se encajan como se puede, en el cansancio que se asume porque hay alguien que te necesita. Ellas no hablaban de resiliencia, pero la practicaban sin darse importancia; no presumían de fortaleza, pero eran columna vertebral de casas donde siempre había un sitio para recomponer el alma. Y quizá por eso, cuando la veo, imagino aquellos hogares donde la dignidad no se gritaba: se cocinaba, se cosía, se cultivaba. Tal vez el progreso real siga pasando por ahí, por volver a cuidar y servir sin pedir medallas.
Creo que ella ha encontrado esa fortaleza en saberse hija de quien todo lo sostiene y en ser madre. Detrás de su manera de mirar y custodiar hay un misterio —o una gracia— además de esta sabiduría antigua que no se impone, sino que acompasa; que no domina, sino que fecunda. Se levanta cada día para trabajar, aunque no pueda; guarda silencios que pesan; vela por la paz de sus hijos aun cuando todo a su alrededor se ha estremecido. Lo hace porque ama, no para demostrar nada. Y mientras enseña que podemos elegir el perdón incluso cuando el corazón lleva heridas que nadie debería infligir, sostiene su fe y la de quienes estamos cerca.
La verdad no necesita epopeyas ni oculta las noches largas. Nos recuerda que renunciar al odio no borra las cicatrices, pero abre un camino donde el perdón respira y nos devuelve la respiración; que la fortaleza no consiste en fabricar luz propia, sino en dejarse iluminar y convertirse -sorprendentemente- en lamparillas de barro para quienes caminan a nuestro lado.
Esa luz -que no nos pertenece, porque viene de lo Alto- escoge a los pequeños y suele nacer en gestos ínfimos: una súplica confiada que se cuela entre lágrimas; una mano que aprieta otra para evitar que se rompa; risas auténticas que retan a la amargura y la desbaratan.
La grandeza rara vez levanta la voz, no hace ruido; prefiere los rincones donde la ternura se confunde con la valentía. Allí, en la quietud que no reclama reconocimiento, aprendemos que amar es un milagro cotidiano.