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Decir lo que vemos y ver lo que se ve: genocidio (José Manuel Pagán, ABC)

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Decir lo que vemos y ver lo que se ve: genocidio (José Manuel Pagán, ABC)

Quizá porque Israel es un Estado democrático y como tal espero que respete la dignidad de toda persona y que busque sinceramente la paz; que se comporte con justicia y no como esos terroristas que, el 7 de octubre de 2023, evidenciaron su odio y violencia, su voluntad de destruir no solo vidas humanas inocentes, sino también la confianza en la posibilidad de convivencia.

Quizá porque creo en el derecho a la legítima defensa y que todo estado tiene la obligación de proteger la vida de sus ciudadanos frente a la agresión injusta, y que negar este derecho sería negar la justicia misma. Pero convencido de que se entendía que este derecho no puede ejercerse de modo absoluto, dejando de respetar la vida de inocentes y la dignidad de los pueblos, convirtiendo la legítima defensa en venganza; consciente, además, de que un uso ilimitado del recurso a la fuerza engendra un círculo de odio que alimenta nuevas violencias.

Quizá porque siempre he reconocido el derecho de Israel a existir, a defenderse y a vivir de forma segura, y que eso se interpretaba correctamente, esto es, que el uso de la fuerza por parte del Estado y de su ejército está moralmente sometido a límites claros: distinción entre terroristas y combatientes y quienes no lo son, proporcionalidad y protección de la población civil.

Quizá porque entendía que la memoria del sufrimiento vivido -especialmente la Shoá- nos interpelaba y comprometía a todos, de manera particular al pueblo judío -víctima inocente de la deshumanización-, con la dignidad de toda persona y de todo pueblo. El recuerdo del Holocausto se alza como un signo permanente contra toda forma de desprecio por la vida humana.

Quizá porque, como para muchos cristianos, veo en el pueblo judío nuestro hermano mayor en la fe; fueron ellos quienes recibieron primero las promesas, quienes dieron al mundo la Ley y los Profetas, y de quienes nació encarnándose el Salvador. Israel es ese olivo en cuyo tronco los cristianos hemos sido injertados.

Quizá por estas y otras razones me resistía a reconocer que estamos ante un genocidio y me limitaba (no sin dolor) a constatar crímenes de guerra. Pero llegados a este punto, urge decir lo que vemos y, sobre todo, ver lo que realmente se ve, como nos animaba a hacer Charles Péguy. La verdad exige la valentía de abrir los ojos, de no disimular lo que está ante nosotros, incluso cuando nos produzca -como es el caso- una tremenda tristeza y vergüenza. No es el momento (tampoco en este tema) de vivir en una especie de distracción cómoda, mirando sin ver, oyendo sin escuchar.

Si uno lee la Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio (9 de diciembre de 1948) y el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, (17 de julio de 1998), llega a la dolorosa conclusión de que en Gaza está aconteciendo un genocidio. Todo lo que se tiene que dar para hablar de genocidio, desgraciadamente, se da en este caso, incluido el dolus specialis, esa intención de destruir al “grupo objetivo”, prueba de ello son las declaraciones expresas de líderes militares o civiles y la existencia de un patrón de conducta genocida, en forma de negación de alimentos, agua y saneamiento, que provoca hambre, deshidratación, enfermedades y muerte; la destrucción de la infraestructura civil de Gaza; desplazamientos forzosos y conquista territorial; etc.

¿Y ahora qué? ¿Cómo salir de esta dinámica de odio y violencia? Con valentía y determinación, necesarias para reconocer que la paz se construye en dos planos inseparables: estructuras políticas justas y corazones capaces de perdonar. Los acuerdos y fronteras son necesarios, pero sin una purificación de la memoria, sin una conversión interior que permita reconocer en el adversario a una persona, no habrá paz duradera.

El pueblo de Israel tiene derecho a existir en seguridad, y los palestinos tienen derecho a una patria donde vivir en libertad y dignidad. La paz exige justicia, esto es, reconocer ambos derechos y proteger a las poblaciones civiles de los excesos de unos y otros. Y frente al terrorismo, una doble vía: por un lado, una legítima defensa firme, capaz de neutralizar al agresor y proteger a los inocentes; por otro, el reconocimiento inquebrantable de la dignidad de toda persona, incluso del enemigo.

Pero la paz, además de justicia, necesita de perdón, como nos recordaba san Juan Pablo II. Un perdón que no significa olvidar el mal ni renunciar a la verdad, sino liberar el corazón del odio para que la justicia se convierta en fundamento de reconciliación.

Sin justicia, el perdón se reduce a sentimentalismo y la paz se convierte en injusta imposición. Sin perdón, la justicia se transforma en venganza y la paz se convierte en armisticio frágil. Solo la unión de ambas hace posible un futuro compartido: justicia que reconoce los derechos legítimos de cada pueblo, y perdón que rompe la espiral del odio.

Trabajemos y recemos por ello.

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