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La alegría de la bondad (José Alfredo Peris, Paraula)

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La alegría de la bondad (José Alfredo Peris, Paraula)

Hace años que llevo trabajando, en un primer momento con el añorado profesor José Sanmartín y cada vez con más compañeros investigadores, con un tratamiento filosófico del cine: una reflexión rigurosa sobre las películas como productos culturales que en no pocas ocasiones alcanzan el corazón humano. Me tentaba llamar a este ejercicio una “filosofía de la alegría”. Lo hemos desarrollado más como un cine que cuando defiende la dignidad de la persona entretiene mejor. Lo llamamos personalismo fílmico.

¿Y cuál es el núcleo del personalismo fílmico? Una verdad que nos remite a una experiencia humana, que el Nuevo Testamento relata de manera magistral con una parábola: la del Buen Samaritano (Lc. 10: 25-37). Es la historia de un samaritano que con pocos galones religiosos supo cuidarse cuidando al que lo necesitaba, mientras que otros que se creían espiritualmente más elevados negaron la voz más profunda de sí mismos que suscitaba el hombre herido al borde del camino, y dieron un rodeo.

Algunos antropólogos culturales somo Didier Fassin ve en ella la cuna o la carta fundacional de la razón humanitaria. Otros neuropsicólogos como Giacomo Rizzolatti encontrarían en ella una comprobación de que nuestro cerebro cuenta con unas neuronas espejo que garantizan la funcionalidad profunda de nuestros comportamientos empáticos. Quizás lo podamos explicar de una manera más sencilla: “Qué bien te sientes cuando haces [ves a las personas hacer] el bien.”

La fuerza de la parábola aludida es que desmonta las excusas que podemos fabricarnos para hacer el bien. Y hay que reconocer que no han faltado en la filosofía moderna auténticos fabricantes de estas para conseguir dos objetivos muy bien perfilados. Que la acción política no estuviera bajo control moral para que el Estado tuviera las manos lo más libres posible para imponer un orden basado en la fuerza (algo que Jesús Ballesteros calificaba como estatalismo). O que los intercambios económicos fueran puramente técnicos, guiados por el único vector del beneficio (y aquí el citado profesor hablaba de economicismo). La razón de Estado y la optimización económica han servido en los últimos siglos para que una razón cruel, como José Sanmartín acuñó, incapaz de preocuparse por las consecuencias de sufrimientos humano que conllevaban sus propuestas operasen con impunidad. O peor: dividen un mundo de supuestos listos (los que se aprovechan de una política y una economía así) de un mundo de supuestos tontos (los que viven al margen de esas coerciones intelectuales).

La prueba de que con esos modos de actuar no íbamos nada bien la humanidad lo experimentó con toda brutalidad durante las grandes confrontaciones de la Dos Guerras Mundiales. La economía (la tecnología) y la política no podían ir por libre. Debían sujetarse a ese principio de manera ineludible para bien de todos.

Durante esos años, unos cuantos filósofos llamados personalistas, como Mounier, Marcel, Maritain… habían ido creando un caldo de cultivo intelectual cuya propuesta cristalizó en una Declaración Universal de los derechos Humanos, en la que la visión política individualista de la Declaraciones del siglo XVIII era superada por una visión de comunión de la familia humana basada en la dignidad humana.

Durante esos mismos años, directores de Hollywood como Capra, McCarey, Ford, Leisen, La Cava Stevens, Borzage… también coincidían en ese propósito de presentar en la pantalla personas de carne y hueso cuya felicidad en la vida iba unida a su capacidad de darse a los demás. Algunos ejemplos. Películas de Capra como El Secreto de vivir (1936) o Caballero sin espada (1939) dejaban a las claras que la alegría de las personas va unida cuando su capacidad de subyuga las pretensiones corruptas de la economía o de la política. Las películas de los años cuarenta de McCarey todavía insistían más en la necesidad de robustecer esas convicciones, por ejemplo, con el personaje de Sam Clayton en El buen Sam, remedando continuamente la parábola del samaritano en cada uno de sus prójimos.

¿Qué añadían esas películas a la argumentación filosófica? Sobre todo, la posibilidad de conmover, pasando de lo meramente intelectual a la lógica del corazón mostrando que era posible vivir así. Capra llevó a la pantalla la elección vital por el bien de la persona con Qué bello es vivir (1946) contraponiendo un mundo de la economía especulativa y un mundo de la cooperación solidaria. Al final es la persona la que necesita fuerzas para optar por el bien.

Volver al núcleo de lo que nos hace felices practicando el bien es algo que necesitamos renovar continuamente como personas urgentemente en nuestros días. Con ejemplos de toda índole y con resistencia frente a los falsos profetas que continuamente siguen apostando por la amargura ante la vida que supone renunciar a esta alegría en pro del poder o del lujo. Va en juego la dicha de los que vienen detrás de nosotros.

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