La boda de Bezos (Carola Minguet, Religión Confidencial)
Noticia publicada el
martes, 1 de julio de 2025
Los excesos suelen gozar de mala prensa, aunque a veces se promueven precisamente para ello. A lo mejor es lo que han pretendido Jeff Bezos y Lauren Sánchez al alquilar Venecia y hacer de ella un parque de atracciones para celebrar su boda, pues sabían que los medios de comunicación a nivel internacional se harían eco del enlace, en el que, según dicen algunos periodistas, se han gastado cincuenta millones de euros.
La polémica, sin embargo, no viene sólo por la duda sobre si la pareja buscaba provocar con esta obscena muestra de riqueza, algo, por cierto, a lo que deberíamos estar acostumbrados, pues los ricos han gustado de las ostentaciones desde antiguo, especialmente en sus casamientos (sin embargo, cada vez derrapan más estrepitosamente por su falta de gusto; el dinero no puede procurarlo todo). Así, hay quienes también han sopesado el impacto que un acontecimiento de tal magnitud ha podido tener en esa ciudad, pues otro destino quizás hubiese podido ayudar al comercio, a la hostelería o al conjunto de su población al facilitar una publicidad que le ayude a ser un reclamo turístico. Sin embargo, Venecia no necesitaba al magnate de Amazon; al contrario, sufre un exceso de turismo que ya no puede absorber. Imagino que los lugareños estarán asustados por si aparecen otros esnobs para casarse un rato con sus preciosas calles y canales como escenario, cuando lo que necesitan es ayuda para que la capital de la región véneta no siga deteriorándose.
Ahora bien, junto a estas y otras reacciones que ha suscitado dicho enlace, surge la pregunta sobre la necesidad de los millonarios de hacer fiesta. Más aún, invita a plantearse por qué cada vez más se imitan los festejos desproporcionados, aunque la cuenta corriente sea normalita y haya que empeñarse para ello.
Una razón de lo primero es que las vidas de los ricos son en el fondo sosas y aburridas, sencillamente, porque confían en que pueden escoger los acontecimientos. Se aburren porque se creen omnipotentes. Así lo apuntaba G.K. Chesterton en su ensayo 'La aventura de la familia’: “No pueden tener aventuras porque las fabrican a su medida, cuando lo que mantiene a la vida como una aventura romántica y llena de ardorosas posibilidades es la existencia de estas grandes limitaciones que nos fuerzan a todos a hacer frente a cosas que no nos gustan o que no esperamos”. Sobre lo segundo, creo que un motivo es desconocer qué es la fiesta realmente, y esto no le ocurre sólo a los pudientes o a los famosos (además, los hay cabales y sensatos, y gente anónima sin un duro que no lo es. Huyamos de etiquetas irreales).
Porque, ¿qué es la fiesta? La comunión, esto es, el amor y la unidad entre las personas. Y si una boda es un acontecimiento alegre es porque se da esa comunión. En la boda se promete y se ofrece una comunión (aunque, claro está, hay que vivirla y cuidarla día a día). Si está, entonces pueden añadirse, lógica y naturalmente, compartir una comida fabulosa con los familiares y amigos, brindar con un buen vino, regalar tiempo y bienes, bailar y cantar. Ahora bien, si no acontece la comunión -que no se puede comprar ni alquilar- estos añadidos serán un atrezo, un destello fugaz, pese a que los novios e invitados se esfuercen en aguantar horas, incluso varios días, de juerga.
Al respecto, hay un librito de Josef Pieper, titulado ‘Una teoría de la fiesta’, donde el filósofo invita a preguntarse no sólo por qué organizamos o participamos de una celebración, sino sobre los presupuestos humanos de su realización. Afirma, por ejemplo, que no es muestra de habilidad organizar una fiesta, sino el dar con aquellos que puedan alegrarse en ella. Es decir, la fiesta es transitiva, llega y envuelve a otros que se alegran y festejan. De hecho, una fiesta individual es un contrasentido.
Esto lleva irremediablemente a preguntarse en qué reside la esencia de lo festivo y qué hay que hacer para que el hombre de nuestro tiempo conserve o reconquiste la capacidad de participar en auténticas fiestas; una capacidad que afecta al núcleo de la existencia y que, quizás, incluso, lo constituye.
Fíjense en lo que escribió: “Un griego de la primitiva cristiandad ha dicho incluso: «Fiesta es alegría y nada más». Pero la alegría es, por naturaleza, algo subordinado, algo secundario. Nadie puede alegrarse «absolutamente» por razón de la alegría. En verdad que es absurdo preguntar a un hombre por qué quiere alegrarse; y, sin embargo, la exigencia de alegría no es otra cosa que el deseo de que debería haber motivo y ocasión para alegrarse. Tal motivo, si lo hay, es anterior a la alegría y distinto de ella. El motivo es lo primero, la alegría es lo segundo. El motivo de la alegría es siempre el mismo, aunque presente mil formas concretas: uno posee o recibe lo que ama; y da lo mismo que ese poseer o ese recibir sean realmente actuales o una simple esperanza o un recuerdo. La alegría es una manifestación del amor. Quien no ama a nada ni a nadie no puede alegrarse, por muy desesperadamente que vaya tras ello. La alegría es la respuesta de un amante a quien ha caído en suerte aquello que ama”.
Pues eso. Y el amor, como la alegría, no se compra en Amazon. Ni se comprará nunca. Ya se pueden inventar fiestas, que lo único que darán será una resaca.