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Correos sin erratas ni alma (Carola Minguet, Religión Confidencial)

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Correos sin erratas ni alma (Carola Minguet, Religión Confidencial)

Recomiendo un reportaje de Karelia Vázquez en El País, que arguye irónicamente cómo a la espera del gran salto que nos cambiará la vida, según prometen empresas con un presupuesto millonario de marketing, aplicaciones como ChatGPT nos hacen comunicarnos con palabras raras, combinando adjetivos y tirando de vocablos que hace tres años nunca hubiéramos usado.

Por ejemplo, en los congresos donde el inglés es la lengua franca, hay una letra escarlata, el verbo to delve (en español diríamos ahondar o profundizar), que delata a quien ha abusado de este chatbot, pues su empleo ha crecido un 51 por ciento en charlas, conferencias y en 10.000 artículos científicos editados con inteligencia artificial.

Ahora bien, la rápida adopción de este modelo, y de otros como Gemini o Claude, empieza a notarse también en el día a día de tantas empresas e instituciones, bien en el tono artificialmente correcto de discursos planos y desabridos, llenos de frases vacías que eliminan cualquier traza de emoción y vulnerabilidad (dos rasgos que hacen únicas nuestras conversaciones), bien en algunos correos sintéticos, estructurados en párrafos de entre cuatro y cinco líneas, con abundancia de verbos y adjetivos y una notable escasez de sustantivos, señal de que se dan muchas vueltas para decir poco. E-mails competentes, pero insípidos, sin erratas ni alma, que uno no sabe bien cómo responder.

Por eso, de lo que advierte esta periodista no es sólo de que ahora se trabaja menos porque un robot escribe los correos electrónicos, comparte autoría en algunos papers o comunicaciones oficiales, incluso es el único autor en demasiados trabajos, donde el plagio tradicional ha pasado a mejor vida (cabe tener en cuenta, sobre todo quienes están encantados con esta práctica, que los expertos ya hablan de su ‘efecto hipnótico’, pues induce a desconfiar de la propia habilidad y conocimiento). El problema, a estas alturas del juego, es que la inteligencia artificial manda en lo que decimos, pero también en lo que callamos; es decir, en lo que pensamos y en cómo nos relacionamos.

La consecuencia es perder, por tanto, lo que nos hace originales y nos alimenta, que es el lenguaje. Esto sí resulta tan grave como triste, pues, como escribió hace tiempo en el mismo diario generalista Lola Pons, el lenguaje es la mejor herramienta que el ser humano ha sido capaz de crear y apreciaremos su grandeza cuando comprendamos que narrar puede hacernos revivir la cólera de Aquiles y que la seducción perfecta es la que se sostiene sobre las palabras; cuando seamos conscientes de que la palabra puede ser la que prende y la que apaga el fuego.

Entiéndase bien. No se trata de criticar porque sí la inteligencia artificial ni de exigir que todo el mundo tenga que tener un registro lingüístico amplio o sofisticado. No van por ahí los tiros. El tema es que el lenguaje conforma las mentes y, en el momento en que se cede en el lenguaje, se ha cedido en todo, de ahí que muchos políticos e ideólogos se empeñen en manipularlo para manejarnos. La cuestión es no ser rehenes de estas aplicaciones y evitar delegarles nuestra particular forma de razonar, de expresar, de comunicar.

En el fondo, se trata de no querer perder ni un ápice de humanidad, aunque sea en la sencillez de un WhatsApp o en la complejidad de un mail escrito a tu jefe en conciencia y con el corazón en el teclado. De asumir el riesgo de equivocarse al analizar un asunto sin que la propia toma de posición la marquen los algoritmos. De no admitir un lenguaje que no sea sí, sí; no, no. De no encomendar a estas tecnologías lo que nos constituye antropológicamente.

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