El problema de la vivienda es antropológico (Carola Minguet, Religión Confidencial)
Noticia publicada el
martes, 8 de julio de 2025
La creciente dificultad para vivir en una residencia digna preocupa mucho por razones económicas, sociales y éticas, pero también antropológicas. Decir que el problema de la vivienda es antropológico no es una sentencia grandilocuente que queda bien en una columna de opinión, sino una verdad sencilla: el ser humano es un ser doméstico; como es doméstico, necesita una casa; y no la precisa únicamente como una guarida, sino como un hogar.
Entre otros puntos, esta afirmación puede justificarse desde el sentido de pertenencia. Pertenecemos a una tradición genealógica y, por lo tanto, a un espacio y a un tiempo. De hecho, si uno no sabe a quién pertenece, flota en el vacío y busca pertenencias espurias, artificiales, no naturales. Pues bien, en esta raíz antropológica entra el tema de la vivienda, que debe ser un espacio privado, porque privada es la familia. La familia es un huerto cerrado donde no se inmiscuye el Estado; una viña que crece con vida propia, desea tener su intimidad y, en determinado sentido y grado, el gobierno de sí misma. También es un dato antropológico querer tener una casa propia donde echar raíces; es muy común y legítimo que un anciano quiera morir en su casa, aunque sus hijos ya hayan partido. Por eso cabrean los políticos que, en lugar de trabajar para encontrar soluciones, lanzan propuestas desquiciantes como el coliving o el cohousing.
Ahora bien, si se mira la botella medio llena, los placebos hirientes que plantean ponen de manifiesto que este asunto va ganando terreno en la opinión pública, y debe ser así, pues urge acertar en el diagnóstico y, en la medida de lo posible, encontrar remedio. En este diálogo, estaría bien también tirar de metafísica, y no por gastárselas de original, sino para sumar perspectivas a un debate que, afortunadamente, se está abriendo.
En esta línea, una idea de partida es el problema del hombre con el dinero. Vivimos en una sociedad en la que el dinero es lo primero, de un modo u otro. Esto no significa que todo el mundo quiere ser millonario, o que la gente debiera vivir enajenada y pretender llenar la nevera con billetes del Monopoly. Obviamente, hay que trabajar y ganarse el pan. Pero el dinero preocupa más de lo que toca, esto es, ocupa el corazón de la persona hasta el punto de que lo más importante es ella misma.
La metafísica cristiana ha sostenido tradicionalmente (San Agustín y Tomás de Aquino lo explican muy bien) que el deseo más profundo del corazón del hombre es amar a Dios, incluso más que a uno mismo, porque somos criaturas y la criatura tiende al Creador. No obstante, ese deseo natural se reprime si se curva sobre sí mismo y aparece una pregunta, que conmina a una elección: ¿Dios o el dinero?. Esta disyuntiva no significa Dios o pagar las facturas, Dios o alimentar a los hijos, Dios o vivir con dignidad. No va por ahí. Es, más bien, una advertencia sobre el espejismo de llevar las riendas de la propia vida hasta ensoberbecerse. Y esta fatamorgana está ligada al dinero, porque con el dinero se consigue, al menos aparentemente, el ansiado control.
Entonces, ¿es malo el dinero? Obviamente, no. Se puede tener llena la cuenta bancaria y despreciarla. No es cuestión de bienes, sino de amores, porque quien ama al dinero encuentra dificultades para amar al prójimo, sobre todo si interrumpe sus planes. Ahí está el origen del problema de la vivienda, que está enraizada en la pertenencia.
Imagino que resulta difícil seguir esta argumentación, que no alcanzo a exponer mejor. Ruego, por tanto, paciencia al lector, si es que ha aguantado hasta aquí…
La pertenencia tiene que ver con que somos hijos, y, por lo tanto, nuestra vida remite a un padre y a una madre. A una familia. Y la familia se construye en una vivienda durante unos años determinados. Sin embargo, el espacio y el tiempo ya no se respeta porque se ha engatusado a la gente sobre la necesidad de controlar su vida, o sea, de vivir como si no fueran criaturas. Y cuanto más dinero se tiene, más fácil o más creíble resulta el embeleco.
De este modo, hay avispados que se las han apañado para montar una sociedad fantasiosa y a su gusto. Para ello, si hay que costear salarios bajos, adelante. Si interesa robar y mentir, se roba y se miente. ¿Y quién sufre esto? Los vulnerables o los que no entran al trapo. Los primeros, hasta ahora han sido los pobres, los desfavorecidos, los que han tenido menos oportunidades, aunque ahora también entran los jóvenes. Entre los segundos, hoy destacan las familias numerosas, que están pagando el ponerse esta cosmovisión envenenada por montera, por ejemplo, a la hora de acceder a la vivienda. De esta suerte, no sólo es una vergüenza que tengan que mendigar espacios que no sean colmenas donde no caben ancianos y niños cuando, además, esos ancianos nos han educado y mantenido y esos niños van a sufragar nuestras pensiones. La cosa es más grave y profunda.
Por eso el problema es muy difícil de resolver, euríbor, mercado y políticos populistas aparte. El origen de la violación del derecho a la vivienda -como ha ocurrido antes con otros derechos como la vida o la educación- tiene que ver con la manera de coexistir, y vivimos en una sociedad capitalista (capitalista de grandes empresas o capitalista de Estado, que es una suerte de comunismo). En la raíz hay un pecado estructural, como señala en la Centesimus annus Juan Pablo II. Por eso es tan complicado.
Ahora bien, esto no significa que no se intente arreglar. La Fundación Pablo VI acaba de celebrar un curso en esta línea. Hay movimientos civiles que empiezan a afanarse. Incluso una amiga filósofa anda detrás de una iniciativa de alquiler solidario que, sólo por su quijotismo, ya vale la pena. Si no nos preocupa -y ocupa- el hombre… apaga y vámonos.