La aldea del Himalaya donde se come una vez al día sin perder la sonrisa

Escuela de Voluntariado

La aldea del Himalaya donde se come una vez al día sin perder la sonrisa

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La aldea del Himalaya donde se come una vez al día sin perder la sonrisa

Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), 1.900 millones de adultos en el planeta tienen sobrepeso o son obesos, mientras que 462 millones presentan un peso más bajo del que les correspondería por edad, estado físico resultante de una insuficiente alimentación. Las cifras respecto de los más pequeños indican que 155 millones de niños menores de cinco años sufren retraso del crecimiento a causa de la desnutrición, mientras que 41 millones tienen sobrepeso o son obesos. De hecho, alrededor del 45% de las muertes de menores en esa franja de edad tienen que ver con el hambre.

Los alumnos de la escuela estatal del valle de Solukhumbu, situada en la localidad de Phuleli (Nepal), son algunos de esos millones de niños que no reciben la alimentación que necesitan. Muchos de ellos –con edades comprendidas entre los tres y los trece años- recorren cada día a pie decenas de kilómetros para acudir al colegio. Calzados con unas chanclas, suben y bajan empinadas cuestas, saltan rocas y evitan árboles en su veloz carrera a través de accidentado terreno del valle de Solukhumbu, a menos de cincuenta kilómetros del Everest. A pesar de ello, la pobreza de esta región sólo les permite comer “una vez al día”, según explica Blanca Vilar, estudiante del Máster de Psicología Clínica de la Universidad Católica de Valencia (UCV) y egresada del propio grado.

“Ellos comen al volver del colegio, que termina a las cuatro de la tarde, pero en las semanas que estuvimos allí pudieron alimentarse dos veces al día. Compramos una olla de unos 120 litros y tropecientas cajas de noodles instantáneos y los preparábamos tanto para los alumnos como para los profesores. Una vez los hicimos salteados y aquello fue una locura porque llovía un montón, era época monzónica, y tuvimos que subir la olla llena por una cuesta. Llegaron un poco húmedos, pero les encantaron. De hecho, uno de los niños se acercó, súper pillo, y dijo: «He repetido cinco veces»”, relata la estudiante de la UCV.

Jas y Uddhe, sus contactos nepalíes, le contaron a Blanca que las madres comentaban que sus hijos ya no volvían con tanta hambre a casa. “Me pareció muy duro escuchar eso”, asegura esta joven que forma parte de un grupo de estudiantes de la UCV que han realizado tareas de voluntariado durante varias semanas en Nepal, en colaboración con la ONG Escuela Sherpa y dentro del proyecto de cooperación de la Universidad iniciado allí en 2022.

“Distribuimos comida caliente y equilibrada, en el marco de un plan nutricional que nos hubiera gustado poder mantener, pero no ha sido posible”, expone otra de las voluntarias presentes en Nepal, Isabel Pardo, alumna del doble grado en Nutrición y Enfermería. No obstante, los voluntarios desplazados a este remoto lugar contribuyeron también de otro modo a mejorar la alimentación de sus habitantes; debido a las carencias nutricionales detectadas ya el año anterior, el equipo de la UCV distribuyó invernaderos y semillas para cincuenta familias. “Algunos días estuvimos incluso arando el campo”, añade Alexandra Osorio, alumna del grado en Odontología.

De pie hasta que la maestra lo diga

Las actividades desarrolladas por los participantes en este proyecto de voluntariado no se han reducido a acciones de tipo alimentario y, por esa razón, las titulaciones de los estudiantes de la Universidad no son una casualidad. En la vertiente educativa del proyecto desempeñaron diferentes funciones tanto Blanca como Beatriz Beltrán, graduada en Educación Social y Trabajo Social en la UCV; en la sanitaria lo hicieron, además de Alexandra e Isabel, Marcelo Mazón, alumno del grado en Medicina, y Teresa Miralles, médico egresada de la UCV.  

Las jóvenes valencianas han dado clases de inglés, sobre todo, pero también han ayudado a los niños a adquirir ciertas habilidades emocionales, por ejemplo. Sin embargo, Blanca afirma que detectaron una necesidad más acuciante: un pedagogo que formase a los maestros “en técnicas de enseñanza y habilidades” para mejorar su labor con los alumnos.

“De todo lo que hicimos allí, lo que más me sorprendió era la actitud de los niños; son enormemente respetuosos. Entrábamos a clase y se levantaban enseguida todos, saludándonos con un «Good morning, miss!». El primer día, después del saludo, Bea y yo dejamos nuestras cosas en la mesa, hablamos un poquito sobre lo que íbamos a hacer y cuando nos giramos hacia los alumnos dos o tres minutos después aún seguían de pie. Hasta que tú no les dices que se sienten, no lo hacen. Son muy disciplinados y no es que estén reprimidos, en el recreo hacen el cabra como los niños de cualquier sitio”, indica Blanca.

Aunque Marcelo había viajado a Nepal como estudiante de Medicina y, de igual modo, el resto de compañeros que trabajaron como sanitarios, participaba también en las actividades de ocio y tiempo libre preparadas para los niños de la escuela. Lo que llamó más la atención de este joven voluntario fue un detalle impensable en España: todos los escolares limpiaban el colegio “en sus ratos libres y sin que nadie les dijera nada”. De hecho, cuando alguno de los voluntarios necesitaba de asistencia para lo que fuese, los niños “se peleaban” por ayudarles, añade.

Escayolas de bambú y niños que van contentos al dentista

Si el espacio entre una comida y la siguiente es preocupante en el Solukhumbu, todavía lo es más la periodicidad de la atención en el área de la salud que reciben los lugareños, subraya Isabel: “Nunca ven a un médico. Quizás los que viven cerca de la zona más poblada del valle, donde está el colegio, sí que pueden acudir a la paramédico que hay allí. Es buenísima y sabe muchas cosas, pero al final no es un médico”.

Para paliar en parte la ausencia de estos profesionales, los participantes en este proyecto de cooperación prestaron atención sanitaria a 135 personas, realizar valoraciones pediátricas a 57 niños y revisiones odontológicas a 77 niños y 12 adultos. Las condiciones de la aldea no eran las más adecuadas, en términos de recursos, limpieza e higiene, pero eso sirvió para que los estudiantes de la UCV desarrollaran una capacidad de “reinvención”, remarca Isabel.

“Por ejemplo, un par de personas necesitaban la inmovilización de alguno de sus miembros y no teníamos material para hacer férulas ni para enyesar brazos, nada. Dándole vueltas a la cabeza, se nos ocurrió utilizar el bambú, que allí había por encima de la cabeza, y así arreglamos el problema. La primera vez que lo hicimos nos miramos como diciendo: “En serio, ¿bambú?”; después ya veíamos tan normal irnos con la sierra a cortar bambú”, asegura.

De su trabajo en el centro de salud, Isabel se queda con la gente que atendían: “Las casas están repartidas por todo el valle, algunas a varias horas a pie y nosotros cerrábamos a las cuatro de la tarde. Un día que salimos un poco después nos dio tiempo a atender a una señora que había llegado pasada la hora. Nos quedamos alucinados cuando supimos luego que esta mujer se había levantado a las siete de la mañana y había caminado como siete horas desde su aldea porque se había enterado de la presencia de unos médicos españoles en la aldea”.

“Aunque no podíamos entendernos con los pacientes, porque ninguno sabía inglés, todos los que venían eran muy agradecidos. A lo mejor sólo les habíamos proporcionado paracetamol e ibuprofeno, pero ellos se iban súper contentos y dando gracias”, asevera Isabel.

Alexandra, por su parte, con los instrumentos que se había traído de España y algunos materiales hizo todo lo que pudo por las dentaduras de Phuleli: “Me dediqué a hacer revisiones dentales, aunque allí se podía hacer bastante poco. En la habitación en que me instalé ni siquiera había luz muchas veces. Además de la mala higiene, como allí sólo pueden comer patatas, lentejas, alguna verdura y, a veces arroz o noodles, tenían la boca bastante mal. Cuando la alimentación es muy rica en carbohidratos, las caries abundan”.

“Pese a las dificultades que me encontré allí, la experiencia fue estupenda. Recuerdo el primer día que llegamos y anunciamos en el colegio que íbamos a hacer revisiones odontológicas. La alegría y el interés con los que respondieron los niños fue abrumadora. Allí estaba yo con un frontal en la cabeza, con mis instrumentos de exploración, con un niño tumbado, y otros siete más alrededor. Era la primera vez que iban a un dentista y se notaba, no había visto tanta expectación para explorar una boca en mi vida. Por eso, aunque hacía mi trabajo en las peores condiciones imaginables, estaba muy contenta y satisfecha”, explica Alexandra.

La ducha milagrosa, las lágrimas derramadas

Las condiciones en que vivían las gentes del valle de Solukhumbu y los nepalíes, en general, no dejaron indiferentes a ninguno de los voluntarios de la UCV, como cuenta Marcelo: “En Nepal todo te choca, desde que aterrizas en Katmandú, la capital. En nuestro hotel no había agua caliente ni aire acondicionado. Después, tardamos dos días en coche hasta llegar a la aldea, donde no hay carreteras asfaltadas, son todo barrizales, caminos. Una carretera comarcal española sería considerada una autopista allí. Además, en el valle no existe la moneda, la economía funciona en base al trueque”.

“La zona es espectacular, en medio de la cordillera del Himalaya. Todo es verde y llueve una barbaridad, sobre todo en tiempo de monzón. El sol no aparece por ningún lado y durante el día no pasas de los veinte grados. El agua del grifo salía fría y recuerdo que un día, mientras me duchaba a las nueve de la noche el agua se puso caliente, así que empecé a gritar para que todos viniesen. Me mandaron callar para no despertar a los vecinos y, de hecho, bajaron los de la propia casa a ver si me había pasado algo. Ahí estaba yo solo gritando. Lo celebré al nivel del gol de Iniesta, de verdad, fue una de las reacciones más eufóricas de mi vida”, relata.

No todas las situaciones se llevaban con tanto optimismo, pues el sufrimiento humano existe en todas partes, como expone Blanca: “En el colegio había tres niñas de trece o catorce años, a las que yo quería con locura. Eran monísimas, me daban un montón de besos. Lo que ocurre es que estaban en su último curso en la escuela y no podían permitirse ir al valle de al lado a estudiar en el instituto. Ni ellas ni casi nadie. No pueden estar un día entero de viaje y tampoco tienen dinero para pagar un internado, de manera que su educación acababa ahí”.

Dar las gracias y que el otro se entere

Realidades como las descritas por Blanca no oscurecen, en absoluto, los aspectos positivos de la vida en la aldea, según apunta Isabel: “La gente de allí posee un gran sentido de comunidad, todos se ayudan entre todos y tampoco hay distintos estamentos sociales; todo el mundo es más o menos igual. Otra cosa que me encantó de allí es la paz absoluta con la que viven”.

“Su hospitalidad impresiona. Vivíamos en una casa que tenía otros huéspedes, profesores del colegio, y nos trataron de maravilla. En esas semanas aprendí a ser más agradecida y, sobre todo, a hacer visible más ese agradecimiento. No muestro mucho mis sentimientos y ahora soy consciente de que es necesario, valoro más lo que tengo y lo que me dan los demás. No sabría decir qué ha cambiado en mí, pero todo el mundo me dice que estoy como diferente. En parte, he madurado allí, soy más reflexiva y creo que he aprendido a no prejuzgar, a dar siempre una oportunidad a las personas. De esta manera, la gente te sorprende mucho”, señala Isabel.

Alexandra también afirma haber aprendido, no sólo a valorar lo que tiene a su disposición en Valencia sino sobre todo a “no necesitar ciertas cosas que se conciben aquí como imprescindibles y no lo son”. “Estamos metidos en la vorágine de esta sociedad y te convences a ti misma de que es preciso vestir ciertas marcas, por ejemplo, y allí descubres que no es así. He aprendido a vivir con menos”, remarca.

Los que darían la vida por un desconocido

Lo que más sorprendió a Marcelo fue la “sonrisa” de las personas del valle: “Aquí vamos serios por la vida, renegando, siendo bastante egoístas; allí te abren las puertas de su casa, son la encarnación de la amabilidad. Repartí una vez semillas de seis a ocho de la mañana y en cada casa me invitaban a un té, que era básicamente lo único que tenían; igual me tomé veinte tés. Es admirable que te ofrezcan todo lo que tienen. Aquí tenemos mucho más y damos mucho menos”.

“Allí, sin conocerme, mucha gente y, en concreto, Jas y Uddhe nos protegieron al cien por cien. Sin conocernos de nada, no dudo que hubiesen dado la vida por nosotros. Con ellos aprendí a valorar el esfuerzo que los demás hacen por mí. Veo cómo mi madre se esfuerza por sacar a la familia adelante, mi padre trabaja sin parar… Los nepalís me han enseñado a cuidar más a las personas que tengo cerca. Siempre me han querido y no las he valorado”, añade Marcelo.

La calma, la “pausa” necesaria en la existencia humana es una de las lecciones que se ha traído Blanca del Solukhumbu: “Allí no tienen prisa. Si no se hace una cosa ahora, no pasa nada. Al principio eso nos enfadaba un poco porque queríamos hacer muchas cosas, pero después descubres que no pasa nada si no puedes hacer todo lo que te propones cada día, o un proyecto. Mi tiempo en Nepal me ha enseñado que hay cosas importantes y otras que no lo son. La mayoría de las que hacemos, aunque lo creamos, son de estas últimas”.

“Además, este voluntariado me ha servido para ser consciente de que en el mundo existen trescientas mil realidades y de que nunca ninguno de nosotros llega a saber cómo son el resto, a conocerlo todo. Una experiencia como la de Nepal rebaja tu ego, te das cuenta de que no eres más que nadie y de que, en realidad, no sabes nada”, subraya.

 

Los voluntarios de la UCV atendieron en Nepal a 135 pacientes, realizaron valoraciones pediátricas a 57 niños, y revisiones odontológicas a 77 niños y 12 adultos.  Además de la formación impartida en el colegio y la instalación del comedor escolar, se realizaron actividades de ocio y tiempo libre con los 120 niños de la escuela. También se rehabilitaron tres pabellones del colegio. Se realizaron entrevistas a veinte miembros de la comunidad para la identificación de necesidades y se pusieron en marcha talleres de encuentro para las mujeres de la comunidad, y talleres de inteligencia y gestión emocional.

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