José Enrique de la Rubia: “Los comités de ética para la investigación en España son los más estrictos del mundo”

Lidera un ensayo clínico sobre ELA

José Enrique de la Rubia: “Los comités de ética para la investigación en España son los más estrictos del mundo”

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José Enrique de la Rubia: “Los comités de ética para la investigación en España son los más estrictos del mundo”

“¿Por qué votaron a favor de la ley ELA? ¿Por postureo, para no quedar mal? Y las negociaciones en paralelo, ¿para tenernos callados hasta las elecciones a ver si, con suerte, nos olvidábamos? Pues no, señores. No nos podemos olvidar de la ley ELA cuando, día tras día, vemos cómo mueren compañeros porque se sienten una carga y piden la eutanasia, o mueren solos y atragantados en una residencia por no triturarles la comida”.

En términos tan crudos se expresaba Jorge Murillo, presidente de la asociación aragonesa de ELA, en uno de los comunicados que personas con esta patología entregaron el pasado 19 de abril a la presidenta del Congreso de los Diputados, Meritxell Batet. La Cámara Baja del Parlamento español aprobó por unanimidad el 8 de marzo de 2022 la tramitación de la Ley ELA, pero, desde entonces, quienes padecen esta patología neurodegenerativa progresiva han visto producirse hasta 41 aplazamientos para la aprobación de una normativa que les garantizaría los cuidados que necesitan para vivir más tiempo y hacerlo en condiciones dignas.

El profesor de Enfermería de la Universidad Católica de Valencia (UCV) José Enrique de la Rubia, experto en el área de enfermedades raras y director de la Cátedra Sesderma de Regeneración y Degeneración Celular, ha liderado un ensayo clínico cuyo objetivo es el de mejorar la calidad de vida de personas con ELA y, en algunos casos, tratar de revertir algunos de sus síntomas. Tan solo 4.000 pacientes sufren esta patología en España, pero existen muchas otros que padecen enfermedades todavía menos habituales. Algunas de estas raras patologías apenas afectan a una decena de españoles.

El Gobierno no da el paso de tramitar la ley ELA y, escuchando a los pacientes, es cuestión de vida o muerte hacerlo ya.

Es una situación dramática. Estas personas pueden morir atragantándose con una simple comida y la mayoría de ellas no puede contar con ayuda familiar durante el día; otros están completamente solos. Esa ley les permitiría contar con una asistencia especializada 24 horas al día para actuar ante cualquier problema. Una asistencia así 365 días al año es carísima; hablamos de una auténtica barbaridad, unos 70.000 euros cada año. ¿Cuánta gente puede permitirse algo así?

Frente a la ELA, como sucede con otras patologías neurodegenerativas, no se puede hacer mucho más que tratar los síntomas, mejorar la calidad de vida del paciente, pues la investigación avanza muy lentamente, si no me equivoco.

Es cierto, pero sí se producen cambios a mejor: respecto de un estudio iniciado en 2017 en la UCV, anterior al actual, claramente se ha avanzado en mejorar su calidad de vida, por ejemplo.

Es verdad que puede resultar un tanto raro decirlo, porque la labor investigadora progresa muy poco a poco en estas enfermedades, pero se va dando pequeños pasos y los mismos pacientes poseen un mayor número de conocimientos.

Ahora se cuidan muchísimo más a nivel de alimentación o fisioterapia, entre otras cosas. Los pacientes que participan en nuestro estudio vienen con un estado de salud que, a pesar de la gravedad, es mucho mejor de lo que veíamos hace seis años.

En una jornada que coordinó usted en la UCV hace unos años se explicó que sólo se investigaba el 20% de las enfermedades raras ¿La situación ha cambiado?

Claramente, no. A nivel mundial, la mayor parte del dinero que se dedica a investigar, entre otras patologías minoritarias proviene de recursos privados. Un caso muy conocido fue el de la asociación norteamericana de ELA, que en 2014 recaudó 200 millones de dólares con la famosa campaña del desafío del cubo de hielo. Gracias a esos fondos se realizó un avance importantísimo: la identificación de un nuevo gen involucrado en la enfermedad.

¿En la mayoría de enfermedades raras existe un componente genético?

Así es, pero también hay un factor ambiental. En la ELA es muy llamativa su relación con los metales pesados. En nuestro estudio de 2017 encontramos algo rarísimo: dos personas no consanguíneas -un suegro y su yerno- habían desarrollado la enfermedad. Resultó que ambos trabajaban en la misma empresa metalúrgica.

Muchas de esas patologías tienen también un origen neurológico. ¿Por qué es tan difícil saber lo que sucede en el cerebro?

Hay muchos neurotransmisores y es difícil controlar los procesos fisiológicos a nivel cerebral. No es fácil llegar al cerebro, existe una barrera hematoencefálica que lo aísla. Sobre todo, aún no poseemos las herramientas a nivel tecnológico que nos ayuden a comprender todo lo que sucede en este órgano. Pero poco a poco se irá avanzando, sin duda.

Aunque no se trate de enfermedades, hay trastornos como el autismo que poseen igualmente un componente genético. ¿También hay factores ambientales que contribuyen a su aparición?

Sí, la expresión de esos genes depende del factor ambiental. Lo del autismo es muy llamativo, porque la incidencia es enorme. Quienes se dedican a la enseñanza están viendo que cada vez hay más casos. Muchas aulas tienen a dos o tres alumnos con TEA, cosa que nunca había pasado antes.

Se ha visto, por ejemplo, que la gravedad de una enfermedad rara como el síndrome de Rett depende también de la socialización. Si a un ratón con síndrome de Rett le provocas estrés, la enfermedad se desencadena antes y de manera más grave. Sin embargo, si lo enriqueces a nivel social, con una situación de seguridad y cariño, la gravedad es menor.

Volviendo a su labor actual, ¿a qué se dedica usted específicamente dentro del estudio que dirige en la UCV?

Como farmacéutico, trabajo en el proyecto con un bioquímico y nos dedicamos a investigar la ELA con el objetivo de desarrollar fármacos. Tenemos una patente del estudio de 2017, que se encuentra ahora en fase tres de revisión en Noruega y la investigación de ahora es aún más ambiciosa.

¿En qué etapa se halla?

En la más importante: analizando los datos obtenidos durante el tiempo de tratamiento al que hemos sometido a los pacientes. Lo hacemos divididos en grupos: neurólogos, fisioterapeutas, psicólogos, nutricionistas... Creo que en un año habremos analizado todos los resultados o, al menos, los más importantes.

Con esa variedad de expertos, entiendo que el enfoque de su investigación es multidisciplinar. Dada la escasez de recursos que hay para investigación, ¿ése es el camino para hacer las cosas lo mejor posible en la coyuntura actual?

Desde luego. Cuando estás tratando una enfermedad, sobre todo una como la ELA, el tratamiento tiene que ser global. A nivel de investigación las conclusiones serán más difíciles de interpretar, pero el tratamiento tiene que ser multidisciplinar. A nivel clínico, lo que nos transmiten muchos pacientes que han venido a Valencia para participar en nuestro estudio es que se han sentido como en casa, tratados con cariño, y eso no lo han encontrado en la mayoría de neurólogos.

Es lo que ellos me transmiten; les he oído decir cientos de veces que los tratan como a gente desahuciada, lo que afecta gravemente a su enfermedad.

¿Cree que es necesario formar más a los médicos en el trato con el paciente?

Imagine a un cura que no tuviera empatía con el dolor personal y espiritual de sus feligreses. El médico debe ser empático porque está tratando el dolor de las personas. Por supuesto, hay que ser objetivo en lo científico a la hora de sacar conclusiones y a la hora de dar un tratamiento, pero también hay que ser capaz de separar esa parte del trato al ser humano. Si eso no se considera, se contribuye al sufrimiento del paciente. Y hay gente investigando que trabaja con personas enfermas a las que da un trato muy deficiente.

En un congreso de la UCV, un juez especializado en abuso de menores explicaba cómo gestionaba el impacto emocional que tenían en él las terribles situaciones que le tocaba tratar muchas veces en su desempeño profesional. Su receta: mucho deporte y “mucha familia”. ¿Cuál es la suya?

A veces, lo pasamos muy mal. Somos científicos, pero no trabajamos con un modelo animal en el laboratorio. En el estudio de 2017 murieron varios de nuestros pacientes en esos cuatro meses. Había días que muchos investigadores salían de la clínica destrozados. Los pacientes nos decían muy habitualmente: “Mira, yo lo que quiero es suicidarme, en cuanto pueda lo haré”. Fue muy duro, una batalla para nosotros; así que imagínate para ellos y para sus familias.

Gestiono ese dolor, por un lado, expresándome, sacando lo que llevo dentro. Me desahogo con mi familia, sobre todo con mi madre, a la que pido que rece mucho por los pacientes, por los investigadores y por mí. Una vez realizado eso, hay que desconectar. Es verdad que en casa te toca leer mucha literatura científica, nuevas publicaciones sobre aquello que investigas, pero me pongo en modo aséptico para hacerlo.

Eso, además, es algo que debo agradecer a la Universidad, que me está respaldando muchísimo, reduciendo mi carga docente para que me centre lo máximo posible en la investigación. ¡Mis pacientes lo necesitan! Todo este trabajo es en función de ellos.

¿Qué otros problemas, subsanables sin muchos recursos, ve hoy en la investigación de estas enfermedades?

Con la idea de proteger al paciente, algo que es necesario, por supuesto, los comités de ética en España ponen las cosas cada vez más complicadas. Durante la pandemia, por ejemplo, se flexibilizó enormemente el proceso de aprobación de las investigaciones relacionadas con la covid-19, porque se consideraba que era una situación de emergencia. En el caso de enfermedades como la ELA creo que debería aplicarse un protocolo parecido.

Somos los más estrictos del mundo. En EE UU no paran de realizar estudios porque se entiende la necesidad de flexibilizar para avanzar en la investigación y salvar vidas. Es verdad que algún paciente puede morir o sufrir un efecto secundario en el curso de una investigación, pero si a cambio se han salvado veinte vidas, quizás ese pragmatismo merezca la pena.

Además de esta cuestión, habría que repensar también el nivel de colaboración entre grupos de investigación.

¿Es que no colaboran entre ustedes?

Nosotros en concreto estamos intentando complementarnos con otros porque en España hay científicos con un nivel espectacular. Pero, en general, no es así. El nivel de cooperación está muy por debajo de lo deseable.

En mi opinión, en cada proyecto de investigación deberían colaborar un buen número de grupos distintos, porque muchos de ellos se pueden complementar. Ahí entra, sin embargo, el ego de los investigadores. Como me dedico a ello lo conozco muy bien: publicar el artículo antes que el otro, llegar a revistas más importantes antes... eso puede acabar perjudicando a las investigaciones en sí mismas.

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