Feliz y Santa Navidad a todos

Feliz y Santa Navidad a todos

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Que la alegría, la verdadera alegría de estos días que llegan, los de la Navidad, esté en todos los hogares, en todas las casas, con todos. ¡Feliz y santa Navidad a todos, Paz y bien a todos!

Tenemos una señal para esta alegría, como dicen los Ángeles a los pastores en Belén: “Ésta es la señal para vosotros: Encontraréis un Niño envuelto en pañales, que yace en un pesebre”. Pobre; en soledad; en un establo porque no había alojamiento, techo o cobijo para él, entre los más pobres y como el más pobre; sin techo ni calor donde reposar y abrigarse.

La señal de Dios es el Niño, esa criatura tan frágil como el que acaba de nacer, es el desvalido. La señal de Dios es la debilidad, la pobreza y la fragilidad, ese gran desvalimiento y aquella menesterosidad del Niño recién nacido. La señal de Dios es que Él se hace pequeño, último entre los últimos, por nosotros; desciende hasta esa realidad tan sin fuerzas propias del Niño que nace, del que lo necesita todo. Este es su modo de reinar, de ser Dios, este es Dios-con-nosotros: descendiendo en su condescendencia, rebajándose hasta lo último, como sucederá en la Cruz, inseparable de su nacimiento. Él no viene con poderío y grandiosidad externas. Viene como niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace Niño. Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo. ¿Por qué todo esto?

Este es el verdadero signo de Dios. La pequeñez, la pobreza, la fragilidad de un Niño recién nacido nos dicen, de la manera más fuerte y más sorprendente, qué extraordinario y estupendo, asombroso, es el amor que Dios nos tiene. ¡Dios nos ama!, nos ama así, de esa manera que nadie se atrevería a pensar: en despojamiento de sí, de su rango de Dios, para enriquecernos con su pobreza con toda suerte de los bienes de su amor sin límites; Dios se ha hecho hombre; nuestra humanidad es la suya para que Él sea nuestro y podamos ser nosotros hijos de Dios; se ha humanizado para divinizarnos a nosotros. Dios nos ama haciéndose Niño, frágil, pobre y desvalido por amor, para nuestra salvación y para nuestra verdadera felicidad.

Esta es la verdad de Dios, esta es la verdad del hombre, el misterio de la condescendencia divina: Dios que ama a los hombres, porque es amor; el hombre, todo hombre, querido por Dios de esta manera sorprendente y extrema, grande, con una dignidad tan maravillosa y tan inmensa; Dios inseparable del hombre, para siempre; y también para siempre, el hombre inseparable de Dios; en unidad inquebrantable e irrevocable por parte de Dios, porque nuestra humanidad es la suya sin vuelta atrás. Así lo ha querido Dios, así nos lo ha concedido Él. Aquí está la gran esperanza para los hombres.

La gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza al mundo entero sin exclusión de nadie, que ama sin reservarse nada, que se une a todos los hombres y se vuelca en favor de ellos; nosotros, por sí solos no podemos alcanzar, el ser de tal manera amados, ser de tal modo agraciados hasta la “divinización” de nuestras vidas, ser de tal modo enriquecidos con la riqueza que es Él mismo y nos hace hijos suyos. En el Niño de Belén se nos ha puesto el fundamento de toda esperanza, la más grande esperanza, porque se nos ha revelado la gracia de Dios, Dios mismo que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. ¿Dios antagonista del hombre, enemigo del hombre, celoso de lo que es y puede el hombre, o servidor y apasionado por el hombre, amado por Él hasta el extremo? La respuesta la tenemos en la Navidad. Todo lo contrario a lo que algunos piensan.

Su Reino está allí presente, donde su amor nos alcanza. Sólo éste, su amor que vemos en ese rostro humano, Jesús, el Niño de Belén, nos da la posibilidad de perseverar día a día sin perder el impulso de la esperanza; este amor que vemos y palpamos en este Niño, Emmanuel, Dios-con el hombre, inseparable del hombre, sobre todo del más débil, indefenso y pobre, es la garantía que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es “realmente” vida, la vida eterna, la vida en el amor verdadero, la vida con Dios, que es Amor y no perece nunca (cf. Spe Salvi, 31).

Ante el pesebre del nacimiento de Belén, lo mismo que ante la Cruz de Jerusalén –dos acontecimientos inseparables– caben dos posturas: o pensar que esto es una locura y una necedad, o, por el contrario, tener un gran acto de fe que reconoce y proclama: “Verdaderamente Éste es el Hijo de Dios”. Los pastores creyeron; y después de haberlo visto, fueron contando a otros lo que del Niño les habían contado.

Recuperemos la verdad de la Navidad, la que se vive en la fe. Así recuperaremos la alegría verdadera, encontraremos la verdad, viviremos libres con toda certeza la auténtica paz y la mejor de las dichas. A pesar los grandes gastos de consumo y los despilfarros sin base ni sentido de estos días, las palabras convencionales de unas frases humanitarias que suenan a hueco en un mundo tan deshumanizado, o los burgueses y estrechos sentimentalismos con que a veces se le rodea, donde Dios no cuenta y se le niega, la Navidad este año y siempre nos invita a que entremos limpiamente en la hondura de su verdad y la acojamos, para vivirla, sin reticencias ni sospechas. Detrás de la exterioridad de las fiestas navideñas, se esconde la verdad silenciosa de que Dios se ha acercado al hombre y se ha comprometido irrevocablemente con él: aparece su misericordia sin límite, la miseria humana es asumida por el corazón inmenso de Dios que ama así; Dios sale al encuentro del hombre y se hace hombre. ¡Esta es la respuesta y esta es la verdad!, la verdad de la Navidad.

No es otra la clave de la Navidad, ni otra la sustancia y raíz de lo que celebramos, que la encarnación de Dios, o sea, su condescendencia extrema con el hombre perdido y desgraciado, amenazado y sufriente; y el origen de esta condescendencia tanextraña es el amor de Dios al hombre. Dios se ha apasionado por el hombre, por todos y por cada uno en concreto, y se ha volcado por entero y sin reserva en favor del hombre, de cada uno de los hombres, para que sea engrandecido, para que tenga la dignidad inviolable de ser hijo querido por Dios, para que encuentre el perdón de sus pecados y goce de la infinita misericordia y de la paz estable y duradera, para que camine en esperanza y conozca la verdad que nos hace libres. Aunque le parezca extraño y le repugne a la “sabiduría” de los “sabios y entendidos” de este mundo, Dios no abandona al hombre en su miseria, asume esa miseria y debilidad. Sin vuelta atrás: Es Dios-con-nosotros.

Ya podemos empeñarnos en ir contra el hombre, en establecer violencia y mentira, en cercenar libertad y eliminar la vida en cualquiera de sus fases, ya podemos empeñarnos en destruir el amor verdadero o en romper la familia, ya podemos pisotear al hombre y su dignidad, ya podemos seguir empeñados en la venganza, el odio o la guerra, y en no admitir la misericordia y el perdón, ya podemos intentar olvidarnos del hermano y cerrarnos en nuestra propia carne o seguir haciendo prevalecer el egoísmo y los intereses propios, ya podemos ir de tantas maneras en contra del hombre negando sus derechos fundamentales o sometiéndolo a los poderes injustos, ya podemos empeñarnos en vaciar al hombre, sumirlo en un nihilismo destructor o en el abismo del sinsentido, ya podemos hacer lo que sea de miles maneras y modos que conculquen o amenacen al hombre en su dignidad, que, a pesar de todo y por lo que ha acontecido una vez por todas hace dos mil años en Belén, Dios seguirá para siempre y eternamente apostando por el hombre. Esta es la gran verdad de la Navidad: Dios se ha hecho hombre. Ahí está su omnipotencia, la omnipotencia de su amor, de su condescendencia, de su misericordia, de su rebajamiento hasta esta criatura frágil de un niño. Ahí está su poder: en ese Niño, inerme, que llora al nacer, inocente, frágil, que se está dando todo y se anonada por nosotros, los hombres. Ahí está la paz que Él nos trae y es obra suya.

El poder de Dios es distinto del de los poderosos del mundo. El modo de actuar de Dios es distinto de como nosotros lo imaginamos y de como querríamos imponerlo también a Él. Dios en este mundo no entra en concurrencia con las formas terrenas de poder. No contrapone sus divisiones a otras divisiones, sus ejércitos a otros ejércitos. Él contrapone al poder ruidoso y prepotente de este mundo el poder inerme y silencioso del amor, que en el Niño de Belén se rebaja y aparentemente fracasa, pero que constituye algo enteramente nuevo que se opone a la injusticia e instaura el Reino de Dios, Reino de amor y de vida, reino de gracia y verdad, reino de justicia y de paz. Dios es distinto y así lo reconocemos en la Navidad. Esto significa que nosotros mismos deberíamos ser distintos, deberíamos asumir el estilo de Dios; deberíamos ejercer el poder al modo de Dios y llegar a ser hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia, del amor. Este es el verdadero mensaje de la Navidad, el gozoso y esperanzador mensaje que el mundo, también el de hoy, y si cabe más el de hoy, siempre necesita.

El mundo necesita de Dios, el mundo necesita de este Niño. El mundo necesita abrirse a Dios, recibir a Dios, acoger a este Niño, Niño Dios, Enmanuel, Dios-con-nosotros. El no recibirle, el rechazarle, el negarle, el olvidarlo o el ir contra Él, es ir contra el hombre. La historia ha demostrado con creces que luchar contra Dios para extirparlo del corazón de los hombres lleva a la humanidad temerosa y empobrecida, hacia opciones que no tienen futuro. Por eso pido al Niño de Belén, y es mi gran deseo para la Navidad de este año que nos conceda a todos, a todos sin excepción, que reconozcamos “la plena verdad de Dios”, condición previa e indispensable para la consolidación de la verdad de la paz. Que reconozcamos en Él, en el Niño, la verdad de Dios, y que como los pastores o los Magos de Oriente, nos postremos ante Él y le adoremos, reconozcamos de verdad y con todo el corazón a Dios. Dios es Amor que salva. No podemos tener miedo de Él, ni ir contra Él, iríamos contra el Amor, iríamos así contra nosotros mismos, contra la humanidad a la que Dios ama hasta el extremo de ese derroche de sabiduría y de gracia que es su condescendencia y rebajamiento por amor que vemos en Belén.

Dios, en este Niño, es fuente inagotable de la esperanza que da sentido a la vida personal y colectiva, Dios es el hontanar inagotable de felicidad y de dicha que nada ni nadie puede superar. Dios, sólo Dios, hace eficaz cada obra de bien y de paz. A todos deseo y para todas las familias, para todos los hombres y mujeres, niños y ancianos, Jóvenes y adultos, pido que conozcamos y amemos, que acojamos y adoremos al Niño Dios, a Dios mismo en Él, y todo se llenará de luz, todo se inundará de paz, todo será engrandecido por la sabiduría y la verdad. Que los creyentes en Cristo seamos testigos convincentes de la verdad de Dios, que es verdad y amor al mismo tiempo, la verdad de Dios que aparece y se hace patente en el portal de Belén.

¡Feliz y santa Navidad!

+ Antonio Cañizares Llovera

Arzobispo de Valencia

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