El binomio de vivienda y familias numerosas (Sara Martínez Mares, La Razón)
Noticia publicada el
lunes, 14 de julio de 2025
Las leyes de la física son inexorables: no puedo rebelarme contra la gravedad. En cambio, las leyes de la economía no son inexorables: puedo rebelarme contra la desproporcionada puja por el alquiler o la compraventa de una vivienda.
Me propongo discutir la popular idea de que el Mercado (a estas alturas, tiene nombre propio y hay que ponerlo con mayúsculas) tiene sus leyes y que, por tanto, “no podemos ir contra del sistema”, y con esto, destapar una realidad que necesita salir a la luz. Al parecer, el Mercado, como si de la providencia en su versión más determinista se tratara, tiene una mano invisible que supuestamente regula la ley de la oferta y la demanda, de tal manera que, así como se confía en la providencia que vela por nuestro bien, la mano terminará igualando los intereses hasta converger en el interés común.
Los filósofos tenemos la manía de ver los principios axiomáticos como algo raro. Por ejemplo, podríamos hacernos la pregunta de ¿por qué el triángulo tiene tres lados? y llegar a conclusiones extravagantes sobre la belleza de las proporciones. También podemos preguntarnos por qué la oferta y la demanda hacen que una persona trabajadora que paga sus impuestos, que tiene historia, ascendencia y lazos familiares en un suelo concreto (ciudad o pueblo), un ciudadano de a pie, digámoslo así, que ha decidido formar una familia –¡vaya ideas se les ocurren a los humanos! Triángulos, hijos…– no pueda acceder a un refugio en el que cocinar, protegerse del frío y de la lluvia, y disponer de la intimidad que genera el interior de esas cuatro paredes en las que se dialoga con nuestro igual, y se ayuda a crecer a la descendencia o se cuida a nuestros mayores. Sobre la extraña razón que nos mueve a tener hijos, hablaremos en otro momento, quizá en un futuro que no debe ser muy lejano, no vaya a ser que no haya hijos a quienes transmitir estas ideas y no puedan mantener un debate al respecto.
El Mercado manda y yo obedezco en una época donde supuestamente no había ni dioses ni amos. Y, al parecer, estamos sometidos a su tiranía. Cuando le da por subir el arroz o el trigo, todos decimos “amén”, y cuando le da por subir esas cuatro paredes, todos entramos en las dinámicas de la "puja", de “tonto el último”, de “el dinero da felicidad” y del espectáculo de las subastas, como si del sombrero bicornio de Napoleón se tratara. Quizá no estoy actualizada y ahora disponer de un hogar es símbolo de poder y estatus.
Entre toda esta maraña de mercados, subastas y hogares, aparece un nuevo colectivo vulnerable. No me gusta el palabro político, porque ni es colectivo, ni es vulnerable. Es una realidad “menos-preciada” (hablando de precios…) y muchas veces invisibilizada: las familias numerosas. Éstas, generalmente montan su vida no teniendo exactamente como credo las leyes del Mercado porque, ciertamente, no es únicamente el Mercado, o la economía, como decía Marx y más pensadores antes que él, lo que mueve nuestras decisiones y finalmente, lo que mueve toda la historia. El Mercado sí que se toma en cuenta para decisiones cotidianas, pero hay credos muy superiores. Si el motor de la historia fuera la búsqueda de la comida y los recursos nos resultaría sumamente interesante leer doce volúmenes de la historia de las vacas, que pastan todo el día y se mueven o migran buscando mejores pastos. Chesterton, autor de esta broma, no es el único que ha criticado al materialismo histórico. Aun así, considero que su crítica es más divertida que la de Hanna Arendt, a la par que sutil: si fueran las condiciones materiales (el dinerillo) las que mueven la historia, será difícil mantener, sigue diciendo el escritor en El hombre eterno, que los exploradores del Ártico se dirigieron al norte por el mismo motivo que las golondrinas hacia el sur. Si se suprime de la historia la mente aventurera o las guerras por nuestras visiones sobre el mundo, espirituales, religiosas, filosóficas o el movimiento sincero de humanización en otras tierras, entonces, pasan dos cosas: la primera, no entenderíamos fenómenos como, por ejemplo, la devastación moral que sufrieron los irlandeses bajo las imposiciones estatales de Inglaterra, ya que se hubieran evitado alguna que otra hambruna provocada, por ejemplo. La segunda, la historia “no sólo dejaría de ser humana, sino que dejaría de ser historia.” Además, paradójicamente, cuando la economía se pone como motor aparecen cosas raras incluso en pleno Siglo de las Luces, como una masa de esclavos asalariada (me refiero al siglo XIX en plena revolución industrial, no vayamos a pensar ni por solo un momento que esto se da hoy aquí...).
Volviendo a nuestro tema, vamos a suponer que una familia numerosa tuviera capacidad de compra. ¿Qué ocurre en la realidad? Al parecer se están negando hipotecas porque en los estudios hipercientíficos de mercado que hacen analistas basados en sus inexorables leyes, los hijos figuran, digo yo, como bienes de consumo excesivamente caros y a los que hay que mantener entre algodones, no sea que la educación y el amor no sean suficientes. Como consecuencia, si no tienes capacidad de compra, tienes que alquilar, pero tampoco se dan alquileres por riesgo de ese fantasma que recorre nuestro territorio llamado “inquiokupación”, y menos aún si la fortuna ha decidido premiarte con niños. Si se da el caso de que un propietario escoge a una familia, muchas veces el precio a pagar es más que el sueldo de uno de los dos progenitores. Entonces, no queda otro remedio que ir a lo más barato. Pero una familia con cuatro, cinco hijos o más, no puede disponer de una vivienda “en pack”, como en Japón, hechas para dormir y desear pasarte el día fuera trabajando, entre otras cosas porque no cabes dentro.
Ese tipo de “construcción” tiene la misma dignidad que los aviones low-cost, la de las sardinas en lata. Si quieres más dignidad, paga. Cabe hacerse varias preguntas al respecto. La primera es en qué momento ese hogar, un bien básico e imprescindible, llámesele suelo, metro cuadrado o como se quiera, ha pasado a ser un activo en bolsa y nadie ha detenido ese frenesí. Segunda pregunta, ¿en qué momento hemos pensado que familias que asumen la responsabilidad del cuidado de personitas, probablemente en función de credos no materialistas, dejando de lado el consumo de otras experiencias, desean ocupar una casa que no es suya? ¿En qué momento nuestra cultura toma como premisa el liberal presupuesto anglo del dilema del prisionero (el otro siempre me va a defraudar)? Y la última, algo más práctica, me pregunto si las nuevas casas de protección que supuestamente se vayan a construir, tendrán más de dos habitaciones… y si no, pues ya sabes, ¡paga! ¿En qué lugar quedan estas familias? Hagamos un ejercicio empático: generalmente todos venimos de ese hogar/vivienda/ metro cuadrado, etc.
Señores y señoras, entiendo que copiemos ese otro fantasma de la anti-fiesta al que creo que llaman “Jalowin”, debido, quizá, a que estamos aburridos y nos gustan las chuches; pero no tiene sentido que nuestra cultura copie ideologías de un liberalismo salvaje y calvinista en el que los pobres, que se multiplican como las ratas, no tienen lugar en el banquete de la naturaleza, a quienes las exigentes leyes naturales terminarán retirando, y a quienes los elegidos no debemos darles de comer. Quizá en mi ignorancia me atrevo a proponer que el mercado lo hacemos todos. Con todos me refiero a los ciudadanos ordinarios, propietarios e inquilinos. Y aquí que cada uno se cuestione si somos actores o activos, es decir, si participamos en una acción conscientemente asumida, o si formamos parte de una cadena en la que obedecemos a las tendencias caprichosas de nuestros dioses materiales.