El gran desafío sanitario del siglo XXI (Reyes Moliner y Alejandro Sanchís, Valencia Plaza)

El gran desafío sanitario del siglo XXI (Reyes Moliner y Alejandro Sanchís, Valencia Plaza)

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La salud mental de la infancia y adolescencia, concretamente las conductas suicidas, se ha tornado un tema central de la sociedad, entrando en el debate público y político. Es, sin duda, el gran desafío sanitario del siglo XXI.

La infancia y adolescencia son etapas cruciales en el desarrollo evolutivo del ser humano que conllevan la adquisición de logros a nivel cognitivo, emocional, social y de identidad personal. Es por ello que, problemas y dificultades vividos durante este periodo pueden derivar en la aparición de problemas psicológicos de diversa índole. Se estima que alrededor del 20% de la población menor de edad a nivel global padece algún tipo de trastorno psicológico. Además, el 50% de los trastornos mentales emerge antes de los 14 años y más del 70% antes de los 18. La Organización Mundial de la Salud en 2018 señalaba que los problemas de salud mental en la infancia y adolescencia son la primera causa de incapacidad.

Tras la pandemia se apreció un incremento, sobre todo en adolescentes, de problemas de ansiedad, sintomatología depresiva, autolesiones y conductas suicidas. También se ha venido observando en los últimos años un inicio más temprano en la edad de aparición de los síntomas, especialmente en los trastornos de la conducta alimentaria y conductas autolesivas. Este posible incremento en las cifras de problemas psicológicos se ha tratado de explicar por parte de profesionales de la salud mental como psicólogos, psiquiatras y diferentes asociaciones profesionales y científicas, atendiendo a factores precipitantes como el confinamiento domiciliario vivido en la pandemia con las posteriores medidas de restricción, que afectaron especialmente a una población vulnerable como la infancia y adolescencia.

En relación con lo anterior, otro de los problemas que está teniendo un gran impacto social es el de la conducta suicida en niños y adolescentes. En los últimos meses han aparecido en los medios de comunicación diferentes noticias que aludían a la realización de intentos de suicidio o consumación de estos por parte de menores. Si atendemos a las cifras, en el año 2020 en España, el suicidio fue la tercera causa de muerte entre los 15 y 19 años por detrás de los tumores y los accidentes de tráfico. Sin embargo, estos datos venimos observándolos desde décadas atrás, con algunas fluctuaciones, pero manteniéndose estables a lo largo del tiempo.

No existe un camino único que lleve a un niño o a un adolescente a intentar quitarse la vida. Hablamos de una naturaleza multicausal, en la que intervienen factores psicológicos, sociales, culturales y ambientales. Los diferentes estudios sobre los factores de riesgo señalan fundamentalmente como un elemento esencial la desesperanza. A ella cabe añadir también la presencia de acontecimientos estresores, como sufrir bullying y ciberbullying, maltrato, pérdidas significativas de amigos o parejas, entre otros. En el caso de los adolescentes que son acosados, estos tienen un riesgo significativamente mayor de conductas suicidas, desde la ideación, al plan o al intento.

Es importante señalar cuando hablamos de suicidio que el sufrimiento emocional que experimentan los menores es tan desbordante, tan intenso, que les hace contemplar la muerte como una salida factible, a veces la única. Por tanto, algo que tiene que quedarnos claro como sociedad es que las personas que tratan de suicidarse o que lo consiguen no quieren morir, lo que quieren es dejar de sufrir.

El suicidio se puede prevenir, y este hecho supone una esperanza, ante el efecto devastador y de impotencia que genera en la sociedad. En los países en los que se han desarrollado políticas y planes de prevención bien estructurados, han descendido las tasas de suicido. Nos enfrentamos a un problema que, por su propia naturaleza, sólo puede ser abordado tanto desde la prevención, como desde la intervención precoz, bajo un enfoque integral que contemple políticas y mejoras en los recursos en salud mental, y también en el ámbito familiar, el educativo y el social.

Por ello, es imprescindible que padres y educadores estén alerta a cualquier cambio de comportamiento en un niño o en un adolescente. Cambios en el estado de ánimo, como una irritabilidad persistente, sentimientos de desesperanza, de muerte y querer desaparecer, observar si se producen conflictos frecuentes con sus amigos y familia. Hay que estar atentos a si el niño o el adolescente se aleja de sus amigos o contactos sociales, si ha perdido interés en las actividades que antes disfrutaba. Observar si hay un menor interés en las tareas escolares y una bajada de su rendimiento académico o si tiene problemas para dormir o duerme a todas horas. Otros signos de alarma pueden ser los cambios de peso o patrones alimentarios, tales como no tener hambre o comer todo el tiempo, sobre todo en niñas y adolescentes. También hay que estar atentos a si sospechamos de consumo de alcohol u otras drogas.

Hay que reconocer que están afligidos y actuar. Se debe preguntar sin miedo, escucharlos, no juzgarles, transmitirles apoyo y empatizar con su sufrimiento.  Mostrar esperanza, comunicar las posibilidades de superación de la situación, y buscar ayuda profesional. Cuanto antes se busque ayuda mejor. Se estarán evitando problemas que se pueden cronificar y agravar con el paso del tiempo.

En muchas ocasiones, sobre todo en niños pequeños, la forma de abordar estos problemas es dar pautas a los padres, indicarles que deben y qué no deben hacer, qué conductas hay que reforzar y qué conductas hay que extinguir. Los padres son modelos en el aprendizaje de sus hijos.

Por otra parte, debemos señalar que no toda reacción ante una adversidad a estas edades se debe considerar un trastorno psicológico (por ejemplo, experimentar malestar ante un suspenso, una pelea con amigos...). Afrontar problemas y situaciones de la vida diaria forma parte del desarrollo, de la maduración y del aprendizaje de niños y adolescentes. Se debe potenciar factores de protección en la familia y la escuela. Educar en el sentido y el propósito en la vida de cada uno, que los niños y adolescentes cuenten con objetivos que les motiven. Fomentar el sentido de pertenencia a su familia, a su grupo de amigos, al equipo deportivo. Educar en la solidaridad y en el compromiso con los demás. Incidir en los efectos positivos de la educación espiritual y religiosa. Es fundamental que aprendan a aceptar y tolerar la frustración y la demora de la gratificación ante situaciones de su vida diaria. Potenciar el autocontrol, el autodominio, las estrategias de regulación emocional, como focalizarse en lo positivo, reinterpretar la situación desde otro punto de vista.

También actuará como un factor de protección que los padres y educadores identifiquen y valoren las fortalezas de sus hijos y alumnos, que sepan hacerles conscientes de las mismas. Todos tenemos fortalezas y deben servir para apoyarnos en ellas, sobre todo ante la adversidad. Es fundamental fomentar las habilidades socioemocionales desde edades tempranas, pero sobre todo en el inicio de un momento crítico como es la adolescencia. Además, se debe cuidar una educación tanto en la familia como en la escuela, y en la sociedad, centrada en valores. Prevenir también implica que niños y adolescentes sepan identificar el sufrimiento en sus compañeros, estar pendientes de los más vulnerables. Para ello los padres y educadores deben fomentar la empatía, el respeto y el buen trato hacia los demás. Incentivar valores como la solidaridad, la amabilidad y la capacidad de ayuda al otro.

Además de lo anterior, es urgente potenciar mejoras en las políticas enfocadas a la salud mental en general, y en concreto aquellas destinadas a la infancia y la adolescencia. Aumentar el número de psicólogos y psiquiatras en la sanidad pública, potenciar la figura del psicólogo en Atención Primaria, crear dispositivos asistenciales especializados con recursos adecuados, así como la creación de un Plan Nacional contra el suicidio.

En definitiva, los problemas de la salud mental en la infancia y adolescencia no es algo que haya traído el COVID-19, más bien, la pandemia lo que ha hecho es que levantemos la alfombra y miremos debajo, poniendo en primera línea algo que llevaba décadas oculto, invisible o minimizado. Quizá por ello es un momento crucial.  Sí. Es el momento de actuar.

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