Érase que se era (Juan Gomis, Las Provincias)

Érase que se era (Juan Gomis, Las Provincias)

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A Nacho Zomeño

Conforme se disipa la polvareda de escándalo e indignación provocada por la bienintencionada reescritura de las obras de Roald Dahl, sigo preguntándome a qué santo tanto jaleo. El episodio se suma a otros tantos que se vienen sucediendo en los últimos años y que tienen como objetivo la salvaguarda de las virginales mentes de nuestros niños: retirada de títulos indeseables de una biblioteca escolar por resultar perversamente sexistas (con Caperucita roja o La bella durmiente a la cabeza); eliminación de las sulfurosas películas Dumbo, Peter Pan o Los aristogatos del catálogo infantil de Disney+; o expurgo de expresiones misóginas y racistas de las obras de Enid Blyton (y esto tanto en la edición británica como en la española, sin que nadie tocase entonces a rebato, que yo recuerde). Y la tendencia va, claro, más allá de la literatura y el cine: nunca olvidaré el día en que, paseando por un museo, escuché la descacharrante explicación de la historia de san Jorge que una meliflua guía daba a un grupo de niños, pasmados frente a un retablo gótico, sin entender por qué demonios el fiero dragón representado era en realidad, tal y como escuchaban, la entrañable mascota de un niño llamado Jorgito.

Los cuentos son hijos de su época, siempre han sido objeto de adaptación al espíritu de sus días. No hay, por tanto, motivo de escándalo. Poco tienen que ver las versiones que conocemos de la llamada cuentística tradicional con sus relatos primitivos. La hoy censurada niña de la caperuza roja, prenda inexistente en el cuento original francés, se marcaba en este un striptease de camino a la cama donde le esperaba el lobo disfrazado, no sin antes comer la carne de su abuela servida en la mesa, para ser a la postre implacablemente devorada sin que ningún cazador corriera a su auxilio. Fin. Como demostró en un célebre estudio el historiador cultural Robert Darnton, los cuentos no son atemporales y adoptan formas diferentes en función de la sociedad que los acoge. En la Francia del siglo XVII, las historias despiadadas y brutales que hoy serían fuente de pesadillas para niños -y también para adultos- respondían a una visión del mundo desencantada y cautelosa, donde la astucia era imprescindible para sobrevivir. Las sucesivas compilaciones que, siglo tras siglo, recogieron los cuentos tradicionales, los fueron destilando y moldeando hasta convertirlos en lo que son hoy en día.

Sin embargo, a juzgar por iniciativas como las mencionadas más arriba, se diría que esos relatos que han atravesado los siglos no tienen acomodo posible en nuestro mundo. Vivimos tiempos en los que la corrección política amenaza con invadir cualquier ámbito de creación artística e intelectual, pero si esta va dirigida a la infancia el examen al que es sometida es todavía más severo. Y la virtuosa criba se aplica por igual a La cenicienta, Pulgarcito, Los cinco lo pasan estupendo o Matilda.

Una vez más, cabe añadir que la cosa no es nueva. Las lecturas infantiles siempre han preocupado a los alfareros de conciencias. Así, el arrebato moralizador actual no es distinto, en esencia, a los aspavientos ilustrados que en la España del siglo XVIII abominaban de la lectura de romances por los niños. Entonces no se proponía la reescritura de Los doce Pares de Francia, Francisco Esteban o Sebastiana del Castillo, plagados de guapezas y crímenes, sino la publicación de nuevos romances edificantes que instruyeran a la infancia, y al pueblo en general, en las virtudes patrióticas. Sin embargo, estos ejemplares relatos acabaron sin excepción en fracaso, porque la gente siguió fiel a las historias de bandoleros, milagros y contrabandistas.

Y es que, ayer como hoy, los niños son lectores exigentes. Su olfato para detectar la moralina escondida entre las páginas de un libro, por muy bien ilustrado que esté, no falla. Las historias que atrapan su atención, esas por las que exigen a sus padres un capítulo más antes de dormir, son aquellas cuyos personajes desafían el orden adulto, o las que les permiten asomarse a ciertos abismos del corazón humano o, simplemente, les conmueven por la valentía, la astucia o la crueldad que encierran sus tramas.

Uno de los mejores recuerdos de mi escuela primaria son los relatos que, de cuando en cuando, nos narraba mi profesor de 2º de EGB. Con siete años conocí mitos griegos y romanos, historias bíblicas, leyendas artúricas y cuentos tradicionales: posiblemente todos ellos ingresarían hoy en la lista negra de cuentos no aptos para la infancia. Eran otros tiempos, sin duda, en los que ese mismo profesor vaciaba en nuestras manos la ceniza de su pipa, que acogíamos como una reliquia venerable. Pero qué quieren que les diga. Mis hijas siguen disfrutando de esas historias hoy, por boca de su padre. Adoran los libros de Dahl, sin que (al menos aparentemente) se vean intoxicadas por su anacrónica incorrección. Quizá nuestros tiempos son tan gazmoños que el anacronismo se ha convertido en una lúcida forma de rebeldía. 

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