María Teresa Russo: “El feminismo debería abandonar tanto la dialéctica de los sexos como su asimilación”

Cátedra de la Mujer

María Teresa Russo: “El feminismo debería abandonar tanto la dialéctica de los sexos como su asimilación”

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María Teresa Russo: “El feminismo debería abandonar tanto la dialéctica de los sexos como su asimilación”

La catedrática de Filosofía Moral y Bioética de la Universidad de Roma Tre, María Teresa Russo, pronunció recientemente una conferencia en la Universidad Católica de Valencia (UCV), invitada por la Cátedra de la Mujer. En la misma, Russo expuso la génesis y las consecuencias del proceso cultural que ha llevado a la actual ambivalencia en el discurso sobre el cuerpo: por un lado, hay quienes sostienen que la nuestra es la época de la liberación del cuerpo; por otro, muchos denuncian nuevas prácticas de control y esclavización del cuerpo. Mientras, algunos hablan incluso de desaparición u olvido del cuerpo.

Experta en el pensamiento de la filosofía española y francesa contemporánea, en ética y antropología de la corporalidad y en medicina humanística, Russo es una de las pensadoras europeas más indicadas para abordar una temática central en el debate cultural de nuestros días dentro de Occidente.

Ha afirmado usted en alguna ocasión que el cuerpo tiene un carácter “problemático” y que es un “enigma”. Hace un tiempo muchos hubieran considerado la cuestión poco importante. En 2023, la recién estrenada ley de transexualidad dice que no importa el aspecto con el que naces, que el cuerpo no es más que el cascarón de una mente autónoma. Quizás hoy sí exista la urgencia de tratar el asunto de la corporeidad.

A ver. Cuando digo que el cuerpo es un lugar problemático por excelencia para el ser humano, me hago eco de algo que ha puesto de relieve la antropología filosófica contemporánea. ¿Por qué el cuerpo es problemático? Porque en él coexisten diferentes dimensiones: es un ser y un tener; une y al mismo tiempo separa; nos permite habitar el mundo, pero también es una barrera insalvable entre nosotros y el mundo; es a la vez sujeto y objeto; nos hace vivir y nos hace morir. Es, en definitiva, posibilidad y límite, condición de cualquier otra posibilidad, pero también razón de fragilidad y vulnerabilidad, hasta la impotencia absoluta de la muerte.

Por la propia constitución del ser humano, el cuerpo entra necesariamente en la definición del yo, ya que es imposible percibirse a sí mismo sin él. Sin embargo, el yo no se identifica con el cuerpo, sino que lo supera. El enigma del ser humano al que hacías referencia es, pues, precisamente el enigma de la relación entre el cuerpo y ese algo más que no es el cuerpo no es, y que la tradición filosófica ha llamado espíritu o alma. Ni el cuerpo por sí solo ni el espíritu por sí solo constituyen la persona; entre ellos no existe ni una relación de plena identidad ni de ajenidad. Al mismo tiempo, la persona es corpórea, pero trasciende el cuerpo, no en el sentido de poder prescindir de él, sino en el de tener la capacidad de realizar operaciones que no son exclusivamente corpóreas. 

Si el yo también es mi cuerpo habla usted de una unidad que en la actualidad se disocia continuamente, por ejemplo, en la moral sexual dominante. ¿Tiene consecuencias esa separación de cuerpo y alma? 

Efectivamente. Si no se admite esa "unidad en la complejidad" del ser humano, por la que se posee un cuerpo y, al mismo tiempo, se es el propio cuerpo, se corre el riesgo de entenderlo como pura biología o como mero producto de la cultura. En el primer caso, el cuerpo se reduce a un simple dato de la naturaleza, materia prima a disposición de la ciencia o la libertad; en el segundo, se convierte en una estructura mutable, una especie de texto que puede escribirse y reescribirse a voluntad. 

Ambas visiones me parecen reductoras, tanto la que reduce el cuerpo a la "corporeidad", privándolo de lo que caracteriza su dimensión carnal y haciendo hincapié en la libertad subjetiva, como la que postula un cuerpo sin yo, una especie de materia autoorganizada, dotada de propiedades progresivamente más perfectas que "emergen" espontáneamente. 

¿Dónde podemos encontrar la materialización de esas dos concepciones del cuerpo? Ponga ejemplos concretos, por favor. 

Esas dos visiones reduccionistas pueden tener consecuencias opuestas. Si se considera el cuerpo como mera naturaleza u organismo, se asiste, en primer lugar, a su cosificación. Ahí están los diversos tipos de experimentación, el comercio de órganos o la prostitución. Asimismo, esa consideración del cuerpo puede llevar a su supresión mediante el aborto, la eutanasia, el asesinato o el genocidio. Finalmente, esa visión puede conducir también a la violación del cuerpo, mediante todas las formas de violencia física. 

Si, por el contrario, solo se reconoce en el cuerpo el reflejo de la libertad individual o de los modelos culturales, el resultado es la exaltación del cuerpo como horizonte que agota toda la dignidad de la persona. Esto es evidente en todas las formas de ‘healthismo’, culturismo y ‘estetización’ exagerada.

Ambas consecuencias ponen de relieve una disociación: la que existe entre la exterioridad del cuerpo y la interioridad de la persona, una ruptura de la unidad del hombre, que es en cambio "unidad en la complejidad", síntesis de las dimensiones corporal, psíquica y espiritual.

En el pasado ha hablado usted también de la “ambivalencia” del cuerpo humano. ¿A qué se refiere?

Esta cuestión nos remite a la conocida distinción del filósofo Edmund Husserl entre Körper (cuerpo-físico, entendido en un sentido puramente material) y Leib (cuerpo-vivo o corporeidad, prerrogativa de los seres dotados de características psicofísicas). Son las dos caras de la única realidad del cuerpo personal. 

El Leib participa de manera esencial en las funciones de la conciencia y en la relación del hombre con el mundo, porque existe un vínculo inseparable entre la conciencia humana, en su funcionamiento, y el cuerpo. No hay subjetividad pura que utilice el cuerpo como mera herramienta, porque no hay percepción de las cosas que no esté experimentada y mediada por el Leib. Por otra parte, el Leib, al estar ligado al yo, no constituye un simple organismo, un puro dato naturalista, no es un objeto entre los objetos, ya que constituye la condición misma de la objetividad, de poder situar las cosas ante uno mismo. 

Entonces, la distinción errada que explicaba antes sería la de concebir al Leib solo como Körper.

No exactamente, porque es posible considerar al Leib como una simple Körper, es decir, solo en su fisicidad: la cirugía, por ejemplo, debe hacerlo necesariamente. Pero si esto ocurre en las relaciones interpersonales, como en el caso de la prostitución, la pornografía o la esclavitud, se trataría de una reducción del yo a una mera cosa. Toda cosificación y todo uso meramente instrumental del cuerpo humano atentan contra la dignidad de la persona y tienen efectos deshumanizadores, como los que mencionaba antes.

Esta conversación hace pensar en algunas películas y libros de ciberpunk, un género de ciencia ficción que puso sobre el tapete antropológico una idea revolucionaria: la conexión entre el cerebro humano y una máquina. Es una cuestión muy interesante, pues hablamos directamente de implantar el cerebro humano en un cuerpo robótico. Aunque se trate de ciencia ficción, pone el yo patas arriba. 

Esa clase de ideas nacen de haber cosificado el cuerpo. Muchos han puesto de relieve cómo el proceso de liberación del cuerpo, característico del siglo XX, ha tenido sus manifestaciones más conspicuas en la salud y el cuidado del cuerpo. Pero la misma cultura que ha descubierto el cuerpo corre el peligro de convertirlo en incorpóreo, debido a su alienación y reducción a objeto. El sueño de limitar el envejecimiento y la fragilidad física, de moldear la propia sexualidad, de contar con una forma física siempre perfecta, ha terminado por convertir el cuerpo en un objeto obsoleto. 

¿Obsoleto?

Sí. La radicalización del principio de autonomía nos hace reivindicar un derecho absoluto de propiedad sobre nuestros cuerpos. En realidad, no somos mentes que gobiernan cuerpos totalmente dóciles a sus dictados. Podríamos decir, parafraseando el título de un conocido ensayo de Günther Anders, que "el cuerpo está anticuado", en el sentido de que nuestro cuerpo sigue ofreciendo una resistencia irreductible no solo a los mitos de control, eterna juventud, perfección e inmortalidad propuestos por cierta pseudociencia futurista, sino también al ideal de rendimiento físico exigido por ciertos ritmos profesionales o actividades de ocio. 

La plasticidad es sin duda una característica del cuerpo humano: gracias a ella, el organismo es capaz de adaptarse y fortalecerse. Por ejemplo, la plasticidad cerebral puede compensar déficits sensoriales. Pero es una plasticidad que tiene límites y no puede convertirse en objetivación total, porque tiene costes que en última instancia recaen sobre el propio sujeto, dada nuestra unidad psicofísica. 

Estamos hablando del cuerpo humano y aún no hemos tocado una característica esencial: su dualidad. La teoría de género posmoderna, sin embargo, dice que la corporeidad sexuada es accidental e independiente de la propia identificación como hombre o mujer. Sería otro modo de convertir al cuerpo en incorpóreo, ¿no?

Así es. Es importante subrayar en referencia este tema que el primer feminismo, en su esfuerzo por proponer una igualdad radical entre varón y mujer, ha ignorado el cuerpo, haciéndolo invisible o neutral. La insistencia en el valor simbólico del cuerpo, para mostrar que es expresión del mundo patriarcal, signo de la inferioridad de la mujer e indicación de su incapacidad para llegar a ser como un hombre, ha llevado a la devaluación de esta dimensión, en detrimento -según algunas feministas- de la propia mujer. Ha sido precisamente este rechazo el que desencadenó la reacción contraria, destinada a rehabilitar el cuerpo desechado, aunque no siempre logrando el objetivo. 

Por otra parte, según las exponentes del llamado feminismo de la diferencia, como Luce Irigaray y Luisa Muraro, un logos femenino solo puede inaugurarse recurriendo a un nuevo código lingüístico, que permite a las mujeres convertirse en sujeto de un discurso capaz de expresar nuevas categorías, por ejemplo, las pasiones del alma y las experiencias del cuerpo, especialmente las específicamente femeninas, como la maternidad. 

¿Cuál sería entonces la propuesta de ese feminismo de la diferencia?

Abandonar los tonos reivindicativos y abiertamente políticos típicos de una reflexión polarizada sobre el tema de la opresión ejercida por el poder, privilegiando en cambio la cuestión de la relación entre los sexos en términos de recomposición y no de dialéctica ‘opositiva’. Solo de esta manera la alteridad de la diferencia sexual puede valorizarse en su carácter relacional y contribuir así a mostrar la riqueza de lo humano. Se trata, pues, de volver al cuerpo, repensándolo no sólo en su función simbólica, sino también en sus experiencias fundamentales, a través de una fenomenología del cuerpo sexuado.

Siendo así, ¿cómo considerar hoy la diferencia sexual? 

Es importante en este asunto ser conscientes de que la diferencia sexual no es simplemente diferencia en determinadas partes del cuerpo. El filósofo Julián Marías ha puesto de relieve la importancia de distinguir entre lo “sexual” y lo “sexuado”. Con “sexual” se indica una actividad fundada en la condición sexuada de la vida humana. En esta perspectiva, la sexualidad no se reduce simplemente a una actividad concreta, con sus correspondientes órganos específicos, ordenada a la reproducción, sino que abarca toda la ‘modalización’ que hace que el varón y la mujer sean iguales y a la vez distintos en todas las facetas de su ser. 

Según Marías, el error que se remonta a Freud es la interpretación “sexual” de la condicion sexuada, sin tener en cuenta que la primera se puede entender solo desde la previa condición sexuada. Es la condición sexuada la que permite entender que la sexualidad en el hombre posee una dimensión relacional, significativa para el individuo y para la sociedad.

¿Y la belleza del cuerpo humano? Es una cuestión omnipresente en la sociedad de Instagram y Tik Tok, seguramente desde una visión reduccionista de la misma. Sobre todo, si hablamos de la belleza femenina.

La cuestión de la belleza y la estética del cuerpo ha estado en el centro del debate feminista desde el principio. A primera vista podría parecer un tema marginal, pero en realidad ha sido un lugar privilegiado para comprender la forma en que ciertos conceptos clave, como la libertad de elección, la corporeidad y el poder, han sido interpretados por el pensamiento feminista. 

Es significativa, por tanto, la violenta crítica al llamado "mito de la belleza" con el rechazo decidido de sus cánones, que encontramos en algunas exponentes del feminismo, pero también lo es la reflexión más atenta sobre los modelos de la sociedad de masas y el consiguiente malestar femenino, elaborada por otra generación de pensadoras. ¿Debe considerarse la búsqueda y el poder de la belleza, como afirmaban algunos, como una forma más de colonizar el cuerpo de las mujeres o, por el contrario, como una manifestación de autodeterminación, con la que las mujeres demuestran que pueden hacer lo que quieran con su cuerpo, o más bien como la expresión de una elección motivada por un malestar, que es preciso descifrar para comprenderlo realmente?  

Ha hecho usted la última pregunta. Respóndase a sí misma, por favor.

El feminismo de los años sesenta y setenta, que interpretaba la belleza más en términos sociales que individuales, según el lema "lo personal es político", había elegido como blanco de su protesta tanto la cirugía estética como la tiranía de la moda, estigmatizadas como instrumento para la victimización de las mujeres, reivindicando el derecho a escapar de estas limitaciones. 

Diez años más tarde, sin embargo, dentro de la corriente liberal del feminismo, que enfatizaba el valor del deseo individual y el derecho a elegir, la actitud hacia la cirugía estética cambió radicalmente. Se consideraba una vía de autorrealización para las mujeres, incluso un medio de emancipación, capaz de reforzar la autoestima femenina, ofrecer seguridad y oportunidades justas a quienes quisieran recurrir a ella. 

En los años noventa, puede decirse que las acaloradas batallas ideológicas dan paso a un esfuerzo de reflexión teórica, aunque no falten los tonos polémicos. Significativas son las posiciones, por ejemplo, de Naomi Wolf y Susan Bordo, que iniciaron una verdadera batalla cultural contra lo que consideraban una instrumentalización de la estética orientada a confinar a las mujeres en un estado de subordinación. 

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