¿Es posible hablar de una Ética de la Ciencia? (Ginés Marco, Levante EMV)

¿Es posible hablar de una Ética de la Ciencia? (Ginés Marco, Levante EMV)

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En 1904, el filósofo y sociólogo alemán, Max Weber afirmó que « la ciencia, si pretende merecer tal calificativo, debería estar libre de valores », y todavía no ha perdido actualidad. Inicialmente, se refería a su especialidad –la incipiente sociología-, pero, con el tiempo se fue aplicando a las ciencias empíricas de la naturaleza.  

Esta tesis de Weber acerca del estatuto de la ciencia no puede ser calificada de hegemónica entre los expertos, hasta el momento presente; pero ha calado en el imaginario colectivo.

Esto explica por qué el rigor científico que se exige tenga que ir acompañado de “neutralidad”, “imparcialidad” y “objetividad”. Lo podemos comprobar a diario, por ejemplo, en spots publicitarios en los que algún protagonista avala el producto llevando una bata blanca; o con la frase “científicamente comprobado” o similar.

Para Weber, los valores son consideraciones humanas basadas en una elección cuya justificación es puramente subjetiva, y, por tanto, su incorporación explícita e incluso implícita, por parte del investigador, desvirtuaría el quehacer científico. Este paradigma ha sido muy influyente, pero a juicio de este pensador, ¿cuáles serían sus características esenciales?

La primera sería considerar el entramado de las organizaciones como estructuras burocráticas que, tanto en empresas privadas como en organismos públicos, definen las ocupaciones de los demás y cuya razón de ser estribaría en orquestar una lucha competitiva por unos recursos, siempre escasos, para el servicio de fines predeterminados. Por tanto, sería responsabilidad de los gerentes dirigir y redirigir los recursos disponibles de sus organizaciones hacia esos fines con toda la eficacia que sea posible; sin que los subordinados participen o puedan hacerlo: serían meros ejecutores de órdenes recibidas. Ahora bien, Weber deja completamente claro que la única justificación de la burocracia es su eficacia, pero no proporciona ninguna guía clara de cómo podría aplicarse esta norma de juicio. En efecto, si nos fijamos bien, el inventario de las características de la burocracia no contiene ninguna categoría cuya relación con la supuesta eficacia no sea discutible. Los fines de largo alcance no sirven, en definitiva, para calcularla, ya que la intervención de múltiples factores, contingentes en el tiempo, redefinen incesantemente los fines a largo plazo; y, por tanto, cada vez es más difícil asignar una cuantía determinada a la eficacia, si consideramos un período de acción controlado permanentemente. Por otra parte, los fines a corto plazo para juzgar la eficacia entran en conflicto con el ideal mismo de la economía. Es más, no sólo cambian continuamente y compiten con otros de manera aún no bien determinada, sino que como sostiene Bittner, “los resultados a corto plazo tienen como es notorio poco valor porque pueden manipularse fácilmente para que muestren cualquier cosa que uno quiera”.

El segundo rasgo que Weber incluye en la eficacia, es el hecho de concebir el poder como un marco racional, relegando lo que tenga que ver con valores y creencias a meros sentimientos y emociones. El resultado de la aplicación de este criterio desborda el quehacer científico para adentrarse en un escenario que respaldase todo tipo de arbitrariedad en el ejercicio del poder, con la consiguiente manipulación en las relaciones interpersonales.

La tercera particularidad, en el esquema weberiano, supondría relegar la ética a una mera cláusula de estilo retórica que merecería citación en documentos formales dedicados a la investigación, pero con escasa o nula repercusión práctica en el quehacer cotidiano de los equipos de investigación. Incluso, siguiendo este mismo razonamiento, podríamos concluir que la ética no sería más que un mero “expediente crítico” del quehacer científico, que se interrogaría –en tercera persona- acerca de qué cualidades deberían presidir, por ejemplo, el diálogo entre investigador e investigado; la formalización o no de un consentimiento informado por parte del sujeto investigado, los criterios implícitos de estratificación social incorporados en la selección de los candidatos a someterse a un ensayo clínico; etc. Todo eso sin trascendencia alguna en el objeto y fines de la propia investigación científica. La ética sería para Weber como la guinda de un pastel.

Sin embargo, hay un factor que debe ser extraído a la luz de lo comentado, y que da una respuesta afirmativa a la pregunta que se erigía en título de este artículo: ¿Es posible hablar de una Ética de la Ciencia? Me estoy refiriendo a la necesidad de concebir la ética como un entramado de obligaciones mutuas, con especial alcance cuando versa acerca de prácticas colaborativas de investigación, y cuya correcta comprensión requiere conjugar la perspectiva de la primera y de la tercera persona. Tanto desde la visión del que actúa anticipando un horizonte significativo para su acción: que no puede tratar a los demás solamente como medios para sus fines; como desde el enfoque del observador de esa misma acción: la ética exige incorporar la perspectiva de las personas actualmente presentes, sin traicionar por ello a las ausentes.

El próximo miércoles 17 de enero tendrá lugar una Jornada en la Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir que versará sobre “Ética en la investigación”. Espero que sirva de cauce para profundizar en aspectos concernientes a la dignidad humana de los sujetos que participan en una investigación –consideración lejana en el planteamiento de Weber y de un buen número de científicos contemporáneos-, pero cuyo referente como valor intrínseco e infinito del valor de toda persona reclama nuestra atención y nuestra adhesión: no sólo de palabra sino también de obra.

 

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