Lo de Gaza (David García Ramos, Valencia Plaza)
Noticia publicada el
lunes, 6 de octubre de 2025
Uno no puede sentir menos que admiración ante la locura que algunos ciudadanos han cometido embarcándose en la flotilla humanitaria con destino a Gaza. Locura porque es un estar fuera de sí literal: se han dejado de lado a sí mismos, sus vidas, su propia seguridad, su integridad física y otras cosas más prosaicas como la comodidad, el sueño, la salud. Porque atravesar el Mediterráneo en barco sigue siendo duro, como antaño. Mareos, insomnio, echar de menos el lecho propio. Y lo han hecho por algo que consideran justo. El terreno de las motivaciones personales es movedizo, lo sé. Del dicho al hecho va un trecho, pero en ellos el trecho tiene el ancho del Mediterráneo y lo han recorrido, es innegable. Han hecho algo que muchos consideramos justo —la moral no es cuestión de mayorías, lo sé—, que la Iglesia considera una obra de misericordia, asistir al desvalido. Pero pocos, muy pocos, se han atrevido a hacerlo. Será cuestión de privilegios, tal vez, y lo poco que podemos hacer los demás sin abandonar familia y puesto de trabajo, es ir a alguna manifestación o escribir estas letras.
Todo esto lo pensaba cuando ayer nos planteamos ir o no ir a la manifestación convocada por el sindicato de estudiantes, a las 12 horas. Se insta a abandonar las aulas para protestar por el genocidio que está teniendo lugar en Gaza. Me entero por teléfono, por la llamada de un buen amigo, que me pregunta si nos veremos allí. Disimulo y arguyo un no sé y un no estaré en Valencia a esa hora y un si voy te llamo y nos vemos. Recordé las manifestaciones a las que me uní por causas menos nobles, como protestar por una ley que reformaba los planes universitarios, las primeras asambleas en las que Pablo Iglesias y otros entrenaron argumentos en Madrid, a finales de los 90. O aquellas otras contra la barbarie del terrorismo de ETA, cuando lo de Miguel Ángel Blanco, manos blancas. O la del 2004, tras los atentados en Madrid, contra la guerra en Irak, siguiendo entre otros el no a la guerra del papa. O las de 2011, en el Madrid indignado y primaveral, que viví de turista pues estaba ya instalado en Valencia, contra la corrupción política. Fueron parte de mi educación. Por eso pensé «tal vez mis hijos deban ir», «tal vez es bueno que sepan que existe un espacio público en las democracias en el que podemos reunirnos para decir lo que creemos que está mal», «lo que pensamos que está bien», «lo que queremos», «lo que rechazamos». Y argüir con otros sobre las diferencias de opinión. El cínico que hay en mí, filósofo de la sospecha, me susurró que al final quedaría todo en reunión social, en mero paseo por el parque de atracciones de las emociones, en gritos mezclados de unos contra otros o de otros contra unos. En fango. Pero no es cierto, o incluso siéndolo, quiero creer que merece la pena ir a la manifestación. Nos jugamos mucho.
Dicho esto, yo no iré, pero escribiré mientras estas líneas que no sé si llegarán a alguna parte. Las enviaré, a toro pasado, a la responsable de comunicación de mi universidad y me arriesgaré, como lo hizo nuestro rector hace poco, a decir en voz alta —en negro sobre blanco— que lo que está pasando en Gaza desafía nuestra capacidad expresiva, la de «decir lo que vemos» y hasta la de «ver lo que vemos». Con lo de Gaza parece que se queda uno siempre corto: no alcanzan las palabras a describir el horror y se impone el respeto lacerante del silencio ante el dolor de los que siguen allí sin resistirse, como corderos llevados al matadero. Como católico veo dos cosas claras: por un lado, las víctimas inocentes, imago Christi, y, por otro lado, el hecho de que si no eres esa víctima inocente —y si lo eres de verdad no lo dices—, eres perseguidor, verdugo, cómplice. Es verdad que no es lo mismo lanzar bombas que sujetar los vestidos de los que tiran esas bombas, pero no puedo dejar de pensar que son pesados estos mantos que sujetamos y que dejan libres y ágiles a los de siempre para perpetrar los males más indignos, los que llamamos con la boca bien llena males necesarios —una expresión que hubiera horrorizado a San Agustín—. La muerte de un niño, valga el lugar común —¡qué horror, que sea común la muerte de un niño!—, no será nunca un bien, se mire como se mire. Ni aún viniendo de su muerte un más que improbable bien. Será sólo un no ser más ese niño sobre esta tierra.
Luego vendrán los peros y las consideraciones de tal o cual realpolitik, las indignas muestras del interés, oculto siempre, que nos mueve y nos motiva a hacer esto o lo otro. Pero debería movernos algo más universal, menos interesado: amor y verdad, justicia y paz —que se dan cita, que se abrazan, dice el salmo 85—. Después de la Shoah el filósofo judío y canadiense Emil L. Fackenheim popularizo el mitzvá número 614, añadiendo uno a los 613 preceptos que desde Maimónides ha de cumplir el judío piadoso. En las distintas versiones que de él encontramos en su obra —y en la vasta Internet—, que pueden ser interpretadas de distinta manera a su vez, hay una que, por ser sintética y clara, y llevar implícitas los desarrollos de las demás, más explícitas, me parece más acertada: «El judío piadoso no puede actuar de modo que le otorgue una victoria póstuma a Hitler». El deber de la memoria, de resistencia, de altura moral, de épica lucha contra el nazi. Pues bien, creo que es posible decir que quienes están actuando así en Gaza —con despiadada violencia desde la distancia de los despachos seguramente y, Dios no lo quiera, con la conciencia tranquila—, quien promueve y permite y aún aprueba la despiadada crueldad de lo de Gaza, diciendo que lucha contra aquellos que tratan de erradicarlos, está dándole en bandeja una victoria irónica a Hitler. Tras los atentados a la sinagoga de Manchester del 2 de octubre, el día del Yom Kippur, el día del perdón, el cuerno del shofar —reservado para solemnidades judías como esta—, ha quedado silenciado.
¿Qué hacer pues? Cada uno lo que pueda. Ir a las manifestaciones, el que las soporte y pueda, sabiendo a qué se va: a pedir que se detenga lo de Gaza. Escribir líneas como estas, esperando que gente de bien las lea y se conmueva y decida hacer algo a su vez. Guardar silencio, respetuoso, ante los muertos y los supervivientes —dejar que hablen ellos, como en la antología de poemas palestinos que comenta Cercas desde su columna—, un silencio que clame hasta lo más alto. Levantarse e irse cuando un tirano aparece para dar un discurso que legitime el horror ante las naciones. Subirse a un barco y recorrer el mar de Ulises. Llorar en silencio, a escondidas, por la noche, de rabia, de sinsentido, balbuciendo alguna oración a un extraño Dios que nos quiere a todos. Todo menos seguir sosteniendo los vestidos de los asesinos.