José Carmena: “Alcanzaremos la meta de la neurotecnología cuando todos se beneficien de los implantes que traten enfermedades”

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José Carmena: “Alcanzaremos la meta de la neurotecnología cuando todos se beneficien de los implantes que traten enfermedades”

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José Carmena: “Alcanzaremos la meta de la neurotecnología cuando todos se beneficien de los implantes que traten enfermedades”

Durante la Primera Revolución Industrial nadie hubiese dudado en afirmar que el gran cambio tecnológico llegó en 1769 con la máquina de vapor de James Watt. Su utilización en la industria y, después, en los transportes, supuso un crecimiento tan importante de la capacidad de producción y distribución que cambió el curso de la historia y propició la amalgama de transformaciones técnicas, económicas y sociales más grandes que había vivido la humanidad desde el periodo Neolítico. En la posterior Segunda Revolución Industrial tampoco se hubiese levantado ninguna voz contraria a la idea de que la invención del motor de combustión interna y el desarrollo de la energía eléctrica fueron los siguientes grandes saltos tecnológicos. Un progreso científico sin parangón... quizás, hasta ahora.

Si hoy formulásemos la misma pregunta, sería probable hallar tanta unanimidad como entonces ante el salto que ha experimentado en los últimos años la inteligencia artificial, una nueva vieja tecnología cuyos inicios datan de finales de los cincuenta. El gran público descubrió a través del lanzamiento de ChatGP la pólvora de la IA generativa, y su potencial fascina y aterroriza a partes iguales. Los gigantes de Silicon Valley que se hallan tras esta revolución tecnológica prometen cautela y buen hacer para tranquilizar a los que opinan, como hacía Stephen Hawking, que la inteligencia artificial puede ser “lo mejor o lo peor” que le ocurra a la raza humana.

Uno de los que, consciente de sus peligros, decide ser optimista es el científico José Carmena, nueva incorporación de la Universidad Católica de Valencia (UCV). Pese a su juventud es ya profesor emérito de una de las mecas de la neurotecnología, la Universidad de California-Berkeley (EE. UU.) y exdirector del laboratorio de sistemas de interfaz entre cerebro y máquina de la misma institución académica. Oriundo de ‘la terreta’, ha decidido volver después de casi tres décadas en Reino Unido y EE. UU., país donde ha desarrollado casi toda su carrera investigadora, para que España y, especialmente, Valencia, no pierdan el tren de la ingeniería cerebral de aplicación sanitaria que discurre disparada por las vías de la inteligencia artificial. Y parece que hay que darse cierta prisa: la norteamericana Nvidia acaba de anunciar la fabricación de chips de IA por primera vez.

Tu historia profesional y personal es, en parte, la de una salida y un regreso a España. Nos interesa ese relato. ¿Cómo ha sido el trayecto?

El de un ingeniero técnico industrial que estudió en el ‘Poli’ e hizo un ciclo superior de ingeniería electrónica en la Universidad de Valencia, que se fue en el 97 a Edimburgo (Escocia) a realizar un máster en inteligencia artificial y acabó haciendo allí un doctorado sobre el tema. Tras eso, hice lo que nunca hubiese pensado: irme a otro continente a investigar, primero a la Universidad de Duke y, después, a Berkeley.

En el 97 no habría muchos hablando de IA, supongo.

En aquella época la IA era otra cosa, no lo que ahora conoce todo el mundo. Pero me llamaban mucho la atención los artículos sobre ese mundo en revistas especializadas y publicaciones, en general, además de otras fuentes. También el cine, ahí está Terminator.

¿Y el paso de la IA a la neurotecnología? Entrar en contacto con lo biológico debe ser un cambio notable para un ingeniero.

El cerebro siempre me había atraído como persona de ciencia, pero durante el doctorado comencé a desarrollar un interés aún más profundo por su funcionamiento; es decir, por la inteligencia natural. Me apasionó hasta el punto de querer estudiar neurociencia. Por eso, realicé varios cursillos del CSIC, algunos del Instituto Cajal, y, después de presentar la tesis, acabé haciendo un posdoctorado en Duke. Era uno de los laboratorios punteros en los inicios del campo de investigación sobre la interfaz cerebro-ordenador, que comprendía todo lo que me apasionaba. Por un lado, lo que ya conocía y estudiaba -ingeniería, inteligencia artificial y robótica- y también lo que me había conquistado: neurociencia y aplicación clínica.

¿Alguna explicación de ese enamoramiento?

Vengo de familia de médicos y siempre me perseguía una duda: ¿tenía que haber hecho Medicina? Pero ese interrogante fue desapareciendo al descubrir la neurotecnología, que poseía una aplicación clínica muy clara y utilizaba una herramienta para estudiar el cerebro que me apasionaba. Lo que nos hace humanos, al fin y al cabo, es la consciencia, las preguntas profundas. Por esa razón, tras el doctorado, deseché mi idea inicial de volver a Valencia y me fui a EE. UU. a investigar.

Incluimos también la filosofía entre sus aficiones, ¿entonces?

Mi pasión por la neurociencia estuvo inspirada desde el principio por un interrogante: ¿cuál es el problema más importante del universo? Quería intentar entender las preguntas difíciles que se hacían ya los filósofos griegos y, de entre ellas, saber qué es lo que nos hace humanos; porque, ¿cómo puede ser que de un órgano espongiforme de dos kilos y pico de peso con equis billones de neuronas se cree la sensación del ser, de quién eres, de tu consciencia? Que haya muchas neuronas no lo explica. ¿Cómo se pasa de la materia a la mente? «From matter to mind», como dicen los americanos.

Me he dedicado a entender cómo aprende el cerebro. Y es maravilloso descubrir la cantidad de conexiones neuronales que existen en él. Estudiando esto me daba cuenta de que hacía falta crear muchas herramientas para desarrollar las prótesis neurales que ayudan a la gente. Investigaba cómo se adapta el cerebro a través de circuitos neuronales para controlar un brazo robótico, por ejemplo. También desarrollaba proyectos con otros colegas ingenieros para crear tecnología.

Lo que usted hacía era tan raro que en Berkeley pertenecía a dos departamentos a la vez: el de Ingeniería Electrónica e Informática y el de Neurociencia. También ha estado en la empresa privada, así que podría decirse que ha hecho de todo.

Sí, en 2017 un colega de mi departamento y yo pedimos la excedencia porque queríamos lanzar una ‘startup’ para desarrollar una tecnología que habíamos inventado en Berkeley, unos implantes médicos muy pequeñitos. Ahí descubrí el mundo también del emprendimiento, muy distinto al que yo había pertenecido siempre. Salí de lo que llamo el culto académico, que cuando estás dentro de ese mundo crees que no hay nada más importante que eso.

El sistema funciona de tal forma que no te dedicas a ello por dinero, no hay unos grandes beneficios dinerarios, sino para publicar ‘papers’, por el reconocimiento de tus colegas, los premios... Cuando decides salir y trabajas en una empresa o montas una propia, cuando estás física y mentalmente fuera del campus, te das cuenta de que hay un mundo exterior que no sabe ni lo que hay dentro de ese culto académico ni le importa, un mundo donde realmente se crean, se construyen cosas que acaban traduciéndose en medicamentos o implantes médicos, por ejemplo. Tan sólo un 1% de los artículos que se publican en revistas científicas como Science o Nature acaba realmente en algo que tiene un impacto en la sociedad.

Usted siempre ha sido un defensor de la labor universitaria, no obstante.

Por supuesto, la investigación en la Universidad es fundamental, no quiero que se me malinterprete. El mundo académico crea un imprescindible caldo de cultivo, es la fuente de inspiración donde se desarrolla todo el conocimiento, porque como investigador vas realmente a intentar resolver el problema difícil, independientemente de que eso después pueda venderse o no.

Los dos mundos son muy bonitos, pero, en mi caso, al año de poner en marcha la empresa, me di cuenta de que ya no quería volver a Berkeley. Mi deseo era poner al servicio de la sociedad de forma muy directa todo lo que habíamos aprendido, todas las investigaciones que habíamos realizado previamente. En el mundo académico existen una serie de objetivos fuera de la investigación, como la formación de alumnos, que hacen que ésta no vaya tan rápida.

Y, sin embargo, vendió después su empresa.

Sí. La dirigimos durante tres años hasta que la compró una compañía farmacéutica japonesa y luego estuve dos años más trabajando en la subsidiaria.

¿Por qué dejó su compañía en manos de otros?

En esos últimos dos años ya estaba planificando el regreso a Valencia. Quería volver para ayudar a mi país y a mi tierra a desarrollar el campo de la neurotecnología, que es clave por el impacto que va a tener en la salud de las personas. Ya en esa etapa final en EE. UU. trabajaba en la génesis de un proyecto apasionante liderado por Rafael Yuste, de la Universidad de Columbia, que empieza ahora en Madrid. Él nos reclutó a Álvaro Pascual Leone, catedrático de Harvard, y a mí para desarrollarlo.

Además, nunca me fui porque quisiera hacerlo. Siempre pensé en volver cuando llegase el momento adecuado. Ahora todavía me queda pólvora para hacer cosas y mi intención es fomentar aquí la creación de un ecosistema de neurotecnología, empresas y universidades. Parte del plan es implantar másteres dentro de este campo científico en la Universidad Católica de Valencia y con la asociación que la misma UCV está impulsando para que otras universidades formen parte de esta aventura de tecnología y emprendimiento.

¿Qué le convenció de la UCV?

La razón más importante para afiliarme a la UCV ha sido que José María Tormos, el vicerrector de Investigación, había puesto en marcha aquí, junto a Pascual Leone, el Brain Health and Resilience Valencia Challenge. Lo vi como una oportunidad muy buena. La UCV, que ha sido muy ágil y lo tiene muy claro, es un buen punto de anclaje, un foco a partir del cual crecer y construir ese ecosistema, con un laboratorio que se nutre de muchos datos. También hay que contar con el objetivo de que los alumnos de Medicina de esta universidad se empiecen a involucrar en este tipo de investigaciones aplicadas.

Para ser una universidad relativamente joven creo que la UCV tiene una visión muy buena y la voluntad de crear estas alianzas con otras universidades como la UPV que se pueden complementar con ella, a través de la presencia de ingenieros, por ejemplo.

Si hacemos una analogía entre el avance de la neurotecnología y el de los colonos de EE. UU. hacia el Oeste, ¿en qué punto se encuentra ahora la última frontera?

Vi hace poco una miniserie de Netflix muy buena, Érase una vez el Oeste, en la que se muestran muchas disputas por el territorio, con partes enfrentadas. Unos quieren avanzar, otros quieren quedarse donde están, otros ya estaban allí antes. Estos últimos, los indios, nativos norteamericanos, podrían ser compañías como Medtronic y Boston Scientific, el establishment, las empresas que durante las últimas décadas han vendido el implante coclear, el de los pacientes con párkinson... Ahora ha llegado la revolución, unos colonos que quieren avanzar aún más, que serían Neuralink, de Elon Musk, y otras muchas compañías que están bajo el radar y conforman un ecosistema de neurotecnología que antes no existía, y que lo está acelerando todo.

El implante de parkinson, por ejemplo, ha evolucionado muy poco a poco en los últimos diez años. Ahora ha llegado Neuralink con un implante muy superior que es una disrupción en toda regla, y lo han conseguido invirtiendo una gran cantidad de dinero y recursos. La neurotecnología vivía en el mundo académico y existían muy pocas empresas que se dedicaran a ello. Pero ahora vivimos una nueva época en la que muchos pioneros se están lanzando hacia adelante, desarrollando distintos tipos de tecnologías.

La llegada a la meta, a California, se producirá cuando los implantes neurotecnológicos que traten determinadas enfermedades sean de uso generalizado, cuando todo el mundo se pueda beneficiar de ello y existan muchas opciones para elegir. Diría que ya estamos cerca de la costa oeste. Una buena analogía, por cierto.

¿Qué le diría a los que tienen miedo del futuro al que pueda conducirnos el avance de la inteligencia artificial, sobre todo en lo que tiene que ver con usos no éticos de la neurotecnología?

Que hay que tener esperanza en el ser humano, porque la alternativa es pensar que estamos destinados a autodestruirnos.

Pero comprende su preocupación, ¿no?

Claro. La mala utilización de la tecnología ha ocurrido varias veces a lo largo de la historia y seguirá ocurriendo. Lo hemos visto con la energía nuclear, por ejemplo. Por esa razón, Stuart Russell, catedrático de IA de Berkeley, que es uno de los mayores expertos del mundo, publicó una carta firmada junto a muchísimos científicos, entre ellos, Hawking, expresando su preocupación de que estas tecnologías se desarrollen de forma responsable para que esto no sea el salvaje Oeste, siguiendo el símil anterior.

En nuestra época debemos saber convivir con tecnologías como la nuclear o la IA, que se crearon para asistir a la humanidad. Es cierto que cada vez la complejidad es mayor. Ahora habrá que crear filtros para saber si una imagen es real o está creada con inteligencia artificial, por poner un ejemplo. En el caso de la neurotecnología va a ser muy importante la neuroética y, como las resoluciones éticas van por detrás del avance tecnológico, lo que puede ser peligroso, hay que ponerse las pilas.

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