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Fatiga y responsabilidad (Francesco Trabalza, Paraula)

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Fatiga y responsabilidad (Francesco Trabalza, Paraula)

Responsabilidad y entrega. ¿Existen palabras más ajenas a los oídos de lo que el filósofo Boni ha identificado como el homo confort contemporáneo? El sentido etimológico, como tantas veces, es esclarecedor. Una posible etimología de la palabra responsabilidad, siguiendo a Turoldo, remite a la idea de compromiso y promesa contenida en el verbo latino spondeo, del que proviene re-spondeo. En la Roma antigua, spondeo se utilizaba en la fórmula de los sponsalia —la promesa matrimonial previa a las nupcias— con la que el padre entregaba en matrimonio a su hija (sponsa) comprometiéndose con el esposo (sponsus). Este, a su vez, respondía (respondeo) con una promesa solemne (sponsum). Ser responsable, entonces, significa reconocerse vinculado a la vida con la misma fuerza con que el esposo queda unido a la esposa. De ahí que “empeñado” –en su raíz, in pignus– se diga de quien, dispuesto a “empeñarse a sí mismo”, se ofrece como prenda o garantía por la persona amada. ¡Y no sin imprevistos! Como sabe cualquier constructor, toda empresa los comporta. Vivir (y amar) significa, en todo caso, ser vulnerables. Esto es: renunciar a las cómodas pólizas de seguro y exponerse al riesgo de la herida.

Sin embargo, además de haber relegado el amor a una momentánea sensación epidérmica de ser deseado y correspondido, nuestro mundo feliz parece regirse por un nuevo imperativo categórico: evitar desde la infancia todo riesgo, toda herida, cualquier esfuerzo. Así, se cree, las generaciones crecerán mejor y más sanas. En realidad, se les priva de un componente esencial de su humanidad, causando daños inconmensurables al evitar perturbarlas con la verdad, conocida desde milenios, de que la vida (y el amor) es también –y, sobre todo– certamen: lucha, contienda, y, por lo tanto, inseparable de las nociones de empeño, compromiso, fatiga… y riesgos. 

La existencia se vuelve aséptica y reclama allanar toda cuesta para refugiarse en la comodidad líquida (y tecnológica) de lo uniforme. El demógrafo Roberto Volpi la ha definido “pedagogía de la esterilización”: una visión del mundo minimalista, no exenta de un componente ansiógeno, que obliga a despejar la vida de todo riesgo. Una excesiva cautela que, paradójicamente, produce un cuidado excesivo, reprimiendo aquel ímpetu característico de edades concretas de la vida y sacrificando así rasgos típicos como la vitalidad, la inventiva, el sentido del descubrimiento y de la aventura, el entusiasmo, la atracción por lo nuevo y lo ignoto.

Florece más bien una especie de régimen de la ingratitud que desconoce toda deuda simbólica de sí con el otro, frente al cual únicamente se reivindican créditos: todo es debido. Es el fantasma de la autogeneración, la idea según la cual el hombre es absoluta libertad y total independencia, una vez extirpados todos los árboles genealógicos posibles. El desencanto del mundo que Max Weber atribuía a la jaula de hierro de la modernidad, ha mudado en un extravagante aturdimiento instantáneo, irreverente, inducido artificialmente. La superficialidad reemplaza la profundidad. Aligerado del peso de la interioridad el “hombre simplificado”, descrito por Jean-Michel Besnier, queda reducido a un sujeto sin responsabilidad, escrúpulos ni sentimientos de culpa. El mundo ya no le opone ninguna resistencia: todo fluye suavemente. El sociólogo italiano Claudio Risé habla de una “civilización de la anestesia permanente” que ofrece efectos más lenitivos y casi nunca curativos. Incapaz de tolerar la pérdida y la derrota, se convierte en un ser más indefenso —y quejicoso— que nunca. Pataleta y «que me lleven la mochila que pesa». El no saber afrontar la frustración que muchos jóvenes —y no tan jóvenes— demuestran, es el resultado de la huida de la responsabilidad, caracterizada por la incapacidad de elaborar una auténtica forma de autonomía frente a la realidad y de vincularse (desposarse) con ella de manera integral.

La fatiga, ya lo señalaba Ortega y Gasset, es esencial. Es necesario esforzarse para vivir (y para amar): «La fatiga de un órgano parece a primera vista un mal que éste sufre. Pensamos, acaso, que en un ideal de salud la fatiga no existiría. No obstante, la fisiología ha notado que sin un mínimum de fatiga el órgano se atrofia. Hace falta que su función sea excitada, que trabaje y se canse para que pueda nutrirse. Es preciso que el órgano reciba frecuentemente pequeñas heridas que lo mantengan alerta. Estas pequeñas heridas han sido llamadas «estímulos funcionales»; sin ellas, el organismo no funciona, no vive».

Sin la entrega y la responsabilidad que la vida exige, no hay maduración posible. Evitar el esfuerzo equivale a rehuir la propia humanidad. Implica negarse a aquella tensión vivificante que Ortega describe. En otras palabras, supone no responder a la llamada de amar y ser amado, andamio de toda construcción bien emprendida.

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