Facts don’t care about feelings! (José Manuel Hernández, Las Provincias)
Noticia publicada el
sábado, 16 de agosto de 2025
Vivimos en una sociedad emotivista, pues el modo preciso como nuestra cultura se expresa es sensorialmente y manejando sin límites cualquier forma de experiencia con el fin de provocar emociones y estimular deseos. Da igual lo que se use con tal de que se consiga: anuncios publicitarios, stories o spams en internet, memes, emoticonos, series televisivas o películas, música... Lo que sea con tal de impactar para modificar el comportamiento. Y ni siquiera parece que seamos conscientes de que se nos manipula con el abusivo y reiterado hecho de impactarnos.
No parece que seamos conscientes porque, al respirar el ambiente cultural con oxígeno emotivo, no atinamos a salir de él por la misma dependencia que nos genera. Nos encanta ser espoleados por la manera superficial de comprender el mundo propio y el ajeno que los mismos medios comunican y que, antes que una manera aprendida, fácilmente se nos es inoculada en los tuétanos con la jeringuilla de las pantallas. Con lo que no se nos debería pasar por alto que, donde el mero hecho de sentir es definitivo, las personas se dejan llevar con el mismo raciocinio que el de los miembros de una sociedad gregaria. Por lo visto, como borregos jubilosos, tenemos que ser guiados en rebaño hacia la felicidad plena.
Estas pinceladas sobre el emotivismo van más allá de ser dadas de un modo abstracto en nuestro lienzo sociocultural. Mírese en la historia de Europa lo que sucedió cuando surgió una suerte de paranoia colectiva contra las brujas, nos explica Elvira Roca en su magnífica obra ‘Imperiofobia’. Quien fuera podía acusar de brujería a quien quisiera simplemente por no caerle bien y con la intención de librarse de él. Así de simple. De ahí que, para evitar la escabechina en España, el sensato Pedro de Valencia estableció: «Búsquese siempre en los hechos cuerpo manifiesto de delito conforme a derecho y no se vaya a probar casso, muerte ni daño que no ha acontecido».
Efectivamente, es inquietante la atmósfera que se crea cuando las personas viven bajo el mismo paraguas de la intermitencia de las emociones y no consideran los hechos. Si estos no se consideran, lo que prevalece es lo subjetivo, o sea, lo que uno siente, las suposiciones o presentimientos o sospechas, la verdad pasa a depender de cómo se expresa. Por lo que la fama de las personas depende únicamente del relato, de cómo se hable de ellas, del impacto que produzcan las palabras y, por tanto y sobre todo, cualquiera puede ser culpable de cualquier cosa simplemente por ser acusado por cualquiera. Todo depende de impresionar al que escucha, al margen de que siempre ha sido como una ley universal el no dar crédito a las acusaciones infundadas. Ante semejante atmósfera en la que no se reflexiona serenamente en los hechos, a uno solo le cabe, no sea que le acusen de algo, el no fiarse de nadie y el estar vigilante de que cada palabra y cada acción suya no se interprete equivocadamente. Y sin confianza mutua, ¿cómo trabajar con los demás?, ¿cómo se podrá sacar adelante una em-presa común? Es que, en general, el hondo sentido por el que establecemos las relaciones interpersonales queda devastado una vez que la confianza es sustituida por la doblez o el postureo, por la mentira. El caso es que lo irremediable sucede, como una predicción invencible, cuando, en ese entorno de dimes y diretes, uno es acusado de algo. Es como en ese film de un colegio regentado por unas monjas, ‘La duda’. La hermana superiora, interpretada magistralmente por Meryl Streep, sin poseer ni una sola prueba, obcecada, comienza una campaña de acoso y derribo contra el capellán del colegio con el objetivo de expulsarlo porque le han dicho que él, parece ser, ha abusado de un alumno. Ella no ha visto nada, pero para ella el capellán es culpable sencillamente porque sospecha de él. Al final, guiada solo por su sacrosanta intuición, con manipulaciones, amenazas y mentiras, consigue que él renuncie a su puesto a condición de no hacerlo público. El capellán sabe que no puede hacer nada, que desde el momento en que la verdad obedece únicamente al sentimiento natural de aprobación y censura, el veredicto con él ha sido el mismo desde el principio.
¿Cómo podremos nosotros por tanto librarnos de situaciones semejantes? La solución, sí, está en considerar serenamente los hechos y no quedarse en las suposiciones, algo que requiere en nuestros tiempos un tremebundo esfuerzo, sobre todo porque hay que llegar a adquirir esa actitud estoica que viene del con-vencimiento de que el dejar de sentir no es como soportar el hastío o algo tan inhumano que no se le puede pedir a nadie que lo haga. Hasta entonces, continuaremos instando una y otra vez a que se dulcifique cualquier ámbito, incluyendo el educativo, sin dejar que aquellos que están a nuestro cuidado crezcan, maduren y adquieran la hermosa capacidad de crear vínculos perennes con los demás.
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