El individualismo escondido en lo woke (Carola Minguet, Religión Confidencial)
Noticia publicada el
martes, 2 de septiembre de 2025
El diario El País ha adelantado un extracto del libro Deseo y destino (Debate 2025), de David Rieff. No conozco al autor ni he leído el ensayo, que se publica el 4 de septiembre, pero me parece interesante una de las hipótesis que se expone en la sinopsis: aunque las preocupaciones que fundamentan algunas prácticas de lo woke se basan en debates y problemas reales, se ha llegado a un punto en el que cualquier referencia a un grupo se interpreta como un insulto.
Así ocurre con el lenguaje inclusivo, que en los últimos años va ganando terreno y prosélitos, como evidencian el libro de estilo de la Associated Press (uno de los principales manuales que utilizan los periodistas estadounidenses) o las iniciativas para la eliminación del lenguaje nocivo de las universidades de Stanford y de San Francisco. Recomiendan, entre otras propuestas, que se proscriba el término “americano” porque excluye a los latinos, evitar expresiones como “judiada” para referirse a engaño o “muy blanco” para describir algo decente, así como el uso del artículo “los” (los pobres, los enfermos mentales, los franceses, los universitarios…) y, en su lugar, utilizar fórmulas como ‘‘personas con enfermedades mentales”, pues, de por sí, dicho determinante resulta deshumanizador.
Pues bien, Rieff repara en las contradicciones de esta modalidad de ley marcial lingüística que se va institucionalizando ya que, “en nombre de la inclusión y la reparación, el agravio de la ofensa se ha magnificado hasta el fetichismo. Hace unas décadas, Robert Hughes escribió un libro brillante titulado La cultura de la queja. Si estuviera hoy vivo tendría que titularlo La cultura de la ofensa”.
Es la cultura en la que parece viviremos pronto y, por eso, sean cuales fueren las opiniones que tengamos sobre ella, conviene escudriñarla. Así, el lenguaje con el que se va construyendo se supone que nace de un esfuerzo por suscitar rectificaciones y reparaciones históricas de “pecados” lingüísticos cometidos en el pasado por la cultura dominante, a fin de crear las condiciones léxicas que permitan a los excluidos ser incluidos y que las actitudes negativas sean sustituidas por otras más positivas y tolerantes. Es difícil comulgar con este moralismo casposo, que deriva de lecturas históricas cuestionables, pero hay algo de verdad detrás, y es que las palabras no sólo describen, sino que crean. Con ellas se enraízan y vinculan los hechos. Ya que este ensayista se centra en la anglosfera, acudo a un genial autor británico para intentar explicarlo.
Como señala en una conferencia Eduardo Segura, Tolkien amaba las palabras y amaba el designio que las palabras llevan detrás. En griego, logos equivale al verbum latino, pero en latín también tiene el matiz de plan sobre el que un artista traza sus proyectos. Tolkien fue filólogo en ese sentido: era capaz de encontrar en las palabras y en la historia evolutiva de los significados la coherencia interna de la realidad. Y, a partir de esa conexión, en sus mundos inventados (inventar viene del latín invenire, que significa descubrir) quiso hallar espejos del mundo en el que vivimos y que, a falta de una palabra mejor, llamamos real.
Esto no es porque fuera un friki (tampoco podría catalogarse así a un académico que llegó a dominar veinte idiomas, dieciséis de los cuales era capaz de hablar con fluidez; tenía el talento para las lenguas que podía detentar Bach para la música), sino porque se sintió llamado a encender con las palabras una antigua luz. A recuperarla.
El escritor creció en el final de la época victoriana, pero el estallido de la Primera Guerra Mundial dio al traste con lo que había conocido. La Gran Guerra fue una especie de “reseteo”, pero a partir de un mundo hecho añicos, de un mosaico de piezas descolocadas que se prolonga hasta nuestros días, como lamentablemente estamos viviendo.
Pues bien, para Tolkien la palabra es capaz de crear, de dar lugar a un tipo concreto de comprensión del mundo: a la vez que lo alumbra, le da explicación desde el punto de vista del sentido. Llegó a decir en una carta a su hijo que escribió El Señor de los Anillos para explicar el siguiente saludo habitual entre los elfos: “Una estrella arroja su luz sobre el momento de nuestro encuentro”. Las sociedades en las que ese gesto adquiere coherencia no pueden ser la de los totalitarismos, los políticos corruptos, los terroristas; tampoco la de las manadas machistas o los titokers imbéciles. Debe haber un contexto cultural en el que ese saludo dé razón de una manera de mirar el mundo en el cual la luz de las estrellas (quien ha leído El Silmarillion, sabe que es lo primero que los elfos ven al abrir los ojos) aún sigue transmitiendo el eco de una creación original. Por eso, dice el profesor Segura, en la obra del británico late la conciencia de que la historia de la humanidad es la de una progresiva decadencia, pero donde siempre hay posibilidad de recuperación. Ahí entra la palabra justa, no pervertida, cuya potencialidad semántica alcanza a penetrar y sacar a la luz la verdad de lo que somos.
Ahora bien, ¿qué orbita en el lenguaje inclusivo? Entre otras trampas, el individualismo, sostiene Rieff en su ensayo, que “siempre ha reclamado que cada cual debe ser tratado no como miembro de un grupo, sino como soberano de su propia identidad, de transformarla según su arbitrio, inventándose o reinventándose si hace falta. Las identidades de boutique de nuestra época, que a menudo se describen erróneamente como una balcanización, son de hecho una operación de falsa bandera del individualismo, si bien, en este caso, nadie está más engañado que quienes la ejecutan”.
C.S. Lewis, gran amigo de Tolkien, arrancó su reseña de El Señor de los Anillos anunciando que el libro era “como un relámpago en un cielo claro”. No sé cuánto hay de individualismo (y de otros “ismos”) en lo woke, pero lo que está claro es que no ha conseguido iluminar nada.