Charlie Kirk. El derecho a no pensar como tú (Enrique Burguete, Las Provincias)
Noticia publicada el
viernes, 26 de septiembre de 2025
Quienes creemos que la democracia es el mejor de los sistemas políticos, consagramos el principio de autodeterminación por encima de cualquier criterio ideológico y entendemos que ponerle condiciones es una limitación intolerable.
La autodeterminación, esto es, el libre albedrío, comprende la libertad de pensamiento, creencia, opinión y expresión y nos distingue como especie. Los animales, en efecto, están constreñidos por las leyes de su naturaleza. Es el instinto el que determina sus respuestas, que están siempre al servicio de los intereses de la especie. Pueden, por tanto, hacerse propósitos a corto plazo alentados por sus propios impulsos naturales, pero nunca albergar intenciones de vida. Por eso pueden instrumentalizar a otros seres como medios a su servicio, considerarlos obstáculos y eliminarlos cuando les estorban.
Pero nosotros no somos directamente nuestra naturaleza, sino que tenemos una naturaleza. Una naturaleza racional y espiritual, una naturaleza intencional. No nos constriñe estrechez alguna y nos determinamos según nuestro libre arbitrio. Tan sólo estamos condicionados (que no determinados) por esa admirable prerrogativa interna -tomo prestada la expresión de Tomás Melendo- que nos insta a perseguir, con nuestras acciones y elecciones, nuestra más alta realización personal: nuestra plenitud y perfección.
Es por eso que no somos meras bestias inteligentes. Definirnos así sería un reduccionismo propio de quien, por alguna herida del alma, reniega de sí mismo y de sus semejantes. Las personas, antes bien, somos las creadoras de la poesía y de la música; del arte. Quienes mantenemos relaciones fieles, quienes tomamos decisiones consensuadas; quienes hacemos del vulnerable nuestra causa y nos ponemos a su servicio. Somos quienes contemplan y admiran la belleza, a cuya creación y mantenimiento contribuimos en la medida de nuestras posibilidades.
Las personas, en definitiva, tenemos la capacidad de elevarnos por encima de nuestra centralidad instintiva, como también de nuestra propia subjetividad, de nuestras emociones y sentimientos. Y desde esa posición más allá de nosotros mismos, nos observarnos como quien observa al personaje de una novela, a su propio personaje. Y reescribimos nuestro guion con nuestras decisiones. Podemos, en efecto, manejarnos como quien maneja a una marioneta, aconsejarnos como quien aconseja a un amigo. Y comprender, antes que cualquier otra cosa, que no sólo somos el centro de un mundo del cual los demás forman parte, sino que también somos parte de cada uno de esos mundos de los cuales los demás son el centro. Podemos comprender que, del mismo modo que nos consideramos a nosotros mismos como “alguien”, y no como “algo”; como un “quien” y no como un “que”; como “sujetos” y no como “objetos”; como “fines en sí mismos”, y nunca como un “medio al servicio de nadie”, tampoco nadie está a nuestro servicio o es para nosotros meramente un objeto que podemos desechar cuando nos estorba.
Por eso no podemos matar. Lo primero que nos sale al encuentro en la mirada del otro, escribió Emmanuel Lévinas, es una expresión de vulnerabilidad y trascendencia que nos interpela y que lleva asociada un imperativo moral, la imposibilidad de algo que físicamente es factible, pero que la mirada del otro nos impide hacer: no le podemos matar. El mandamiento "no matarás" no es una simple prohibición, sino la exigencia ética que me obliga a no reducirlo a una cosa o a un objeto de mi posesión. Y la ética no es algo secundario, sino la fuente de nuestro obrar, la filosofía primera. Somos seres relacionales, y la relación con los demás precede a nuestra propia autoconciencia. Antes de aprender a decir yo, ya éramos un tú para los demás. Y todos aprendimos a pronunciar nuestro propio nombre después de haber pronunciado el de otra persona. La experiencia del encuentro con el otro, con el diferente, con el que no soy yo, nos interpela, nos saca de nuestro ensimismamiento y nos hace mejores. La relación con el otro, con el distinto, con el disidente ideológico, con el rival político, con quien “nos saca de nuestras casillas” es una bendición, una suerte, una inmensa fortuna. Una oportunidad de ensanchar nuestra vida, de superar nuestros límites, de pasar al otro. De comprender, de conocer, de amar.
Matar a alguien sus ideas, o celebrar que alguien lo haga por nosotros al considerarlo nuestro enemigo, exige e implica un movimiento previo: su “despersonalización”. O lo que es lo mismo: la negación del reconocimiento debido a su dignidad y del trato que este reconocimiento reclama: el respeto a su derecho fundamental a no ser yo. Y eso, si no me equivoco, es lo propio el fascismo.
Hasta la fecha, desconocía quién era Charlie Kirk. Jamás le escuché ni leí ningún discurso suyo. Pero sostengo su derecho a pensar, decir y expresar lo que quiera y no puedo celebrar su muerte, porque en cierto sentido, y sólo en ese sentido, era uno de los míos: una persona.
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