Constructores de humanidad. Gracias, educadores sociales (José Manuel Pagán, Las Provincias)
Noticia publicada el
jueves, 4 de diciembre de 2025
“La calidad de una civilización se mide por el respeto que profesa al más débil”, afirmó Jérôme Lejeune, padre de la genética moderna. Su descubrimiento de la trisomía del par 21 permitió hablar de anomalías cromosómicas y dedicó toda su vida a dignificar a las personas con discapacidad intelectual.
Les confieso que soy un firme defensor de esta idea. Cuando Lejeune hablaba de los más débiles se refería, de manera especial, a las personas con síndrome de Down —desde el embrión, que no es una promesa de vida, sino una vida ya iniciada—, a quienes consagró su vida.
Podríamos afirmar que la calidad de una sociedad se mide por el respeto que profesa al no nacido, pero también por la atención que presta a migrantes, niños y adolescentes en situación vulnerable, personas con discapacidad y mayores. Y si hay motivos para la esperanza es, en gran parte, gracias a los educadores sociales, que merecen el calificativo de “constructores de humanidad”.
¿Qué es construir humanidad? Es creer que el otro, incluso en su fragilidad, está llamado a una plenitud que nadie puede arrebatarle. Implica mirar a la persona no como un problema que se gestiona, sino como un misterio que se acoge; no como destinatario pasivo de ayuda, sino como alguien que comparte nuestra misma dignidad; no como individuo aislado, sino como persona, realidad relacional que existe en referencia a los demás.
La misión del educador social se desarrolla muchas veces donde la vida humana está herida o desorientada: en los márgenes, en las periferias —como diría el papa Francisco—, en las calles, en familias rotas y en jóvenes que han perdido el rumbo. Es ahí donde están llamados a mostrar una forma de relación que, para muchos, será novedosa: una relación que no humilla, sino que eleva; que no impone, sino que propone.
Confío en que la grandeza de esa misión no abrume a quienes inician estos estudios. El cambio que necesitamos como sociedad empieza con la paciencia de acompañar, escuchar y servir. Cada vez que se ayuda a un ser humano a tomar conciencia de su dignidad, se edifica humanidad.
Nuestra sociedad necesita centinelas de esperanza que se caracteriza, al menos, por tres rasgos interiores. El primero es la escucha atenta: no habla mucho, pero oye los pasos en la noche. Así el educador aprende a escuchar el clamor silencioso de quienes sufren. Escuchar es el primer acto de esperanza, porque quien escucha reconoce que el otro existe y merece ser amado.
Un segundo rasgo es la presencia fiel, porque el centinela no abandona su puesto cuando el frío arrecia. Del mismo modo, el educador no se deja vencer por la frustración o el desencanto. Permanece, acompaña, cree, aun sin ver frutos inmediatos. Su sola fidelidad proclama que el amor es más fuerte que la indiferencia.
Finalmente está la mirada hacia el amanecer. El centinela sabe que la noche no es eterna; su mirada apunta al horizonte donde despuntará la luz. Así, el educador social, incluso entre la pobreza o la violencia, mantiene viva la certeza de que cada persona puede renacer, que toda herida puede ser sanada y que el bien puede reconstruir lo que parecía perdido.
Dos imágenes ilustran bien esta idea. La primera, del libro Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, llevado al cine con Gregory Peck. En una escena, la niña Scout pregunta a su padre, Atticus Finch, qué significa “matar a un ruiseñor”. Él explica que hay personas, como dos vecinos suyos (un hombre negro y un joven con enfermedad mental) tratadas de modo injusto o incomprendido. Esos inocentes que sufren por prejuicios o crueldad son los ruiseñores: seres que encarnan belleza, fragilidad e inocencia y simbolizan lo bueno que no busca recompensa. “Está mal matar a un ruiseñor”, dice Atticus. Hoy estamos matando, con desprecio, indiferencia o injusticia, a muchos ruiseñores, y debemos hacérnoslo ver.
La segunda imagen procede de Tierra de los hombres, de Antoine de Saint-Exupéry. El autor cuenta cómo en un viaje en tren en 1935, observó cómo los coches de primera iban casi vacíos, mientras “los vagones de tercera cobijaban a centenares de obreros polacos a los que echaban de Francia”. Allí ve a un niño dormido: frágil, silencioso, desconocido. En su rostro adivina algo inmenso: “He ahí un rostro de músico. He ahí a Mozart niño. He ahí una hermosa promesa de la vida…”. Reconoce un don único que el mundo puede aplastar si no se le cuida.
Y aquí está la clave: el ser humano, especialmente en su infancia, es un misterio que guarda una vocación. Educar es descubrir y custodiar esa promesa, en lugar de sofocarla con indiferencia o abandono. Cuando el mundo ignora esa belleza o descuida a los pequeños y débiles, comete algo equivalente a “matar a un ruiseñor”: destruye la música antes de que pueda sonar.
Desde 2005, la Universidad Católica de Valencia imparte el grado en Educación Social. Durante estos veinte años, los educadores formados en esta universidad se han dedicado a reconocer en cada persona una melodía ya presente y a crear las condiciones para que pueda resonar plenamente. Es una tarea de respeto, paciencia y fe en la dignidad interior del ser humano.
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