Rescatar a los jóvenes de las consignas (Carola Minguet, Religión Confidencial)
Cada día la actualidad nos arrastra un nuevo asunto (tantas veces, un nuevo disgusto) y apenas encontramos tiempo para mirar atrás, aunque “atrás” signifique un par de semanas. Sin embargo, episodios como el enfrentamiento entre jóvenes encapuchados y la policía en el campus de la Universidad de Navarra, tras la convocatoria de un acto de Vito Quiles, no deberían desvanecerse con facilidad. No tanto por lo sucedido como por lo que revela.
No sé si, como han insinuado algunos medios de comunicación, asistimos a un revival de la kale borroka de los noventa; aquel fenómeno tuvo su propio contexto y significado. Pero quizá la etiqueta sea lo menos relevante ahora. Lo importante es constatar la reaparición de una violencia callejera que creíamos superada y de una militancia juvenil convencida de que al adversario no se le escucha: se le cancela.
Quiles no me convence, como tampoco su estrategia de convertir la polémica en un reclamo permanente. Pero nada justifica movilizarse violentamente para impedir que hable, y menos aún en la universidad. A este activista —como a cualquiera que pretenda abrir un diálogo— hay que dejarle decir lo que piensa mientras no cruce ciertas líneas; si las cruza, se le invita a marcharse. Mientras no agreda a nadie y presente una teoría política, por discutible que sea, adelante. De hecho, mejor si no se comparte, para poder refutarla; la discusión es parte del oficio universitario. Se pueden defender planteamientos de derechas o de izquierdas si se sostienen con argumentos. Ahora bien, la ideología es la negación de los argumentos: un sistema clausurado de ideas que, además, trata de eliminar al enemigo. Eso vimos en el campus: no solo impedir que el otro hable, sino intimidarlo.
Seguramente se debe a que vivimos en una época en la que a los jóvenes se les administra —con la sutileza de un cuentagotas o la presión de una manguera— una catarata de consignas ideológicas. Por eso este intento de silenciar al otro ya no es patrimonio exclusivo de ciertos radicalismos independentistas.
Tampoco ayuda la estrategia gubernamental de tensar el clima político. Polarizar se ha vuelto un recurso para gobernar, señal de lo magra que es su agenda. Un gobernante que necesita crispar es, en el fondo, un gobernante con pocas ideas y poca confianza en sí mismo. De hecho, algunos analistas explican que esta actuación está alentada por el Gobierno, aliado con ciertos grupos. Pero no vamos a detenernos ahí.
El caso es que la universidad, que nunca ha sido una burbuja, absorbe ese clima como una esponja. Y así vemos a chicos de veinte años creyéndose llamados a salvar el mundo del fascismo… impidiendo que otros hablen. Cubriéndose el rostro para no ser reconocidos, pero quizá también para no mirar su propia fragilidad moral. Volviendo a casa convencidos de haber hecho historia porque han logrado apagar una voz. Una visión narcisista, casi teatral, del compromiso político: mucho gesto, poca reflexión. Una performance sin criterio.
Ahora bien, detrás de estas y otras causas late una pregunta incómoda, pero ineludible: ¿Qué estamos haciendo -o dejando de hacer- los adultos, para que los jóvenes lleguen a la universidad tan inflamados… y tan frágiles?
No descubro nada al decir que cada generación necesita referentes y en nuestro presente muchos han abdicado. Allí donde antes había padres y maestros —figuras imperfectas, pero sólidas— hoy encontramos un vacío que las ideologías aprovechan con la voracidad del depredador que huele carne fresca. El joven, por naturaleza, busca certezas. Y si quienes deben guiarle renuncian a proporcionárselas, las recibirá de quienes sí están dispuestos a ofrecérselas: doctrinarios de ocasión, agitadores disfrazados de libertadores.
Y es que la ideologización juvenil no nace del exceso de autoridad, sino del contrario: de la deserción de tantos padres que prefieren refugiarse en la didáctica del “ya lo entenderás”, confiando en que la vida instruirá a sus hijos; de profesores e instituciones que temen contradecir los caprichos del momento. En este paisaje de cobardías, ¿cómo extrañarnos de que un muchacho quede a merced del primer vendedor de humo que le ofrece un relato prefabricado para interpretar el mundo?
Por otro lado, la crispación no brota de la nada: es un clima que fabricamos con cada gesto incendiario, con cada discusión que sustituye el argumento por la descalificación. Los jóvenes no inventan el extremismo: lo imitan. Y ellos, que observan mucho más de lo que creemos, aprenden hoy una pedagogía del conflicto: que el otro es una amenaza y el debate no es necesario porque lo urgente es silenciar al discrepante.
El resultado es una juventud indignada, pero incapaz de comprender la raíz de su propia indignación. Jóvenes que marchan detrás de eslóganes que no han tenido tiempo de digerir y que confunden identidad con consigna. Ellos sólo amplifican, en versión acelerada y desordenada, lo que nosotros ya normalizamos. Sus contradicciones son las nuestras, sólo que más visibles. Y más virales.
Quizá sea hora de mirarlos sin indulgencia, pero también sin hipocresía… Eso sí, huyendo del fatalismo. De hecho, noticias como ésta pueden recibirse como una invitación para enseñarles que la libertad exige escuchas incómodas; que los argumentos pesan más que los eslóganes; que la disidencia se discute; que el pensamiento crítico es un ejercicio paciente y, muchas veces, ingrato. Lo que nos trae cada día la prensa no sólo cierra el estómago, sino que abre el apetito para recuperar la educación.
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