Cristo, nuestro único camino

Cristo, nuestro único camino

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¿Hacia dónde y por dónde encaminar nuestros pasos? El camino nos lo traza el mismo Cristo, presente en la Iglesia, actuante en la historia: a Él mismo, la meta y el camino, a la verdadera fuente y el término de nuestro caminar, que no puede ser más que un caminar en fe, en esperanza. Jesucristo es el futuro del hombre, y el futuro del hombre es posible, porque ¡en el presente! está Jesucristo. No busquemos, pues, otra respuesta a los grandes retos y desafíos que sin duda se abren ante nosotros. Seamos humildes, por tanto verdaderos y realistas: por mayor empeño que pongamos en dar ingenuamente con “fórmulas mágicas”, con grandes planes, con proyectos fabulosos y novedosos, con programas “populistas” –en palabra de moda ahora–, que serían nuestros y nada más que nuestros, obra de nuestras propias manos en las que se confía, no hallaremos otro camino verdadero que Jesucristo para los grandes o pequeños retos y desafíos del tiempo.

San Juan Pablo II nos lo recordó con unas palabras bellísimas y lapidarias en su Carta “Al comenzar un nuevo milenio”, tan extraordinaria como alentadora: “No será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!” (NMI, 29). Por eso se trata ahora, por encima de otras cosas y acciones, de buscarle de todo corazón y seguirle con todas las consecuencias y, como Él demanda, de escucharlo y contemplarlo, adorarlo, vivirlo, darlo a conocer con obras y palabras. Cultivar y avivar el encuentro con Él es la clave para una apasionante renovación de nuestro mundo, de nuestra sociedad, de nuestra Iglesia, y de un renacimiento pastoral en nuestras comunidades, en la Iglesia universal y en la diocesana. De esta renovada experiencia de fe y de amor a Jesucristo, de “estar con Él”, podrá nacer un nuevo ímpetu en la misión de la Iglesia y de nuestra diócesis. A partir de este encuentro y de esta experiencia renovada de Jesucristo, presente en la Iglesia, no dejaremos de comunicar y testificar “lo que hemos visto y oído” acerca de Él. Nadie que hayamos recibido la gracia de la fe en Él podemos eximirnos de dar testimonio del “Evangelio de la alegría”, de la Encarnación y Nacimiento de Jesucristo, de su vida, de su pasión, muerte, y resurrección, de su permanencia para siempre entre nosotros, del Evangelio de la redención, de la esperanza, que descansa en la victoria sobre el pecado y la muerte por su resurrección. En Cristo, las expectativas más hondas y nobles de la humanidad entera hallan su fundamento más real y firme: la esperanza de todo ser humano se colma por su victoria del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza, de la paz sobre la violencia, de la verdad sobre la mentira, de la solidaridad y de la caridad sobre todo egoísmo y exclusión.

Nadie, ningún cristiano, en consecuencia, deberíamos eximirnos del sagrado deber de comunicar este anuncio salvífico a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. A esta tarea, por la misma caridad que nos urge y configura en la gracia bautismal, estamos llamados y obligados todos (porque todos hemos sido liberados de la esclavitud del pecado y de la muerte, participamos de la libertad gozosa de los hijos de Dios, expresión de la verdad, que nos hace libres y se expresa en la caridad). Se abre un gran tiempo para la misión –en él estamos ya inmersos–, como en los primeros momentos del cristianismo, y no hay tiempo que perder. Ningún cardenal, Arzobispo, Obispo, sacerdote, persona consagrada, fiel cristiano laico, hombre o mujer, niño, joven, adulto o anciano, ni los enfermos, ni los sanos…, nadie de los cristianos en la Iglesia que peregrina en Valencia, en nuestra diócesis, estamos eximidos de la urgencia apremiante de evangelizar. A eso, además, nos compromete y embarca de forma muy concreta nuestro “Proyecto diocesano de Pastoral”.

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